Bodegón con cacharros

Francisco de Zurbarán: Bodegón con cacharros.
Francisco de Zurbarán: Bodegón con cacharros.

La inmensa riqueza que posee el Museo del Prado tiene el inconveniente de que algunos cuadros poco espectaculares, no muy grandes, pasen inadvertidos para el visitante apresurado, aunque sean auténticas joyas de la pintura universal y expresen lo que antes solía llamarse el «alma de España». Elijo hoy el «Bodegón con cacharros», que pintó Francisco de Zurbarán hacia 1650 y se expone, en el Prado, como parte del legado Cambó. Mide menos de un metro de largo y la mitad, de alto.

Hace años, en su utilísima «Breve historia de la pintura española» -no tan breve, con casi 700 páginas-, señalaba don Enrique Lafuente Ferrari que Zurbarán volvía a ponerse de moda, no por su temática religiosa sino por razones de «clima cultural». Ha funcionado, una vez más, la ley del contraste. En una época de barullo y agitación, Zurbarán nos ofrece esos valores que hoy tanto echamos de menos: la serenidad, la paz, el equilibrio. (Algo así sucede también con la estimación del canto gregoriano que tienen personas poco expertas en música antigua y que no comparten su firme creencia religiosa).

A la vez, criterios estrictamente pictóricos favorecen esta «vuelta a Zurbarán». En sus obras, no hay sentimentalismo fácil ni «novelería» alguna. A cualquiera que posea una mínima sensibilidad estética, en las obras de Zurbarán, más allá de la anécdota concreta, le impresionan los fuertes planos de color, la sobria monumentalidad, la esencialidad de los volúmenes, la ausencia de innecesarios detalles decorativos; es decir, lo mismo que apreciamos en Cézanne y el cubismo.

Pertenece Zurbarán a la gran generación de pintores españoles de la segunda mitad del XVII, como Velázquez y Alonso Cano. Su arte, sin embargo, puede parecer extrañamente anticuado, como un ejemplo más de la teoría de Menéndez Pidal sobre los «frutos tardíos». El tópico inevitable es poner esto en relación con su ambiente extremeño, igual que en el caso de «el divino» Morales. Estudió Zurbarán en Sevilla pero su estilo sobrio y severo es muy diferente al de esa escuela; algunos alcanzan incluso a advertir en él algo de melancolía portuguesa…

Trabaja en su tierra extremeña, casi como un artesano medieval: pinta retablos para las iglesias de la comarca. Eso no impide que él se sienta un artista y defienda con orgullo esa condición. Un par de anécdotas lo muestran. Unos monjes le piden una rebaja en la suma estipulada: lo acepta, con la condición de que no lo hagan público, para que no se rebaje su estimación (ni su caché). Cuando unos encargos de órdenes religiosas le obligan a ir a Sevilla, Alonso Cano pide que le examinen previamente pero Zurbarán se niega, alegando que va allí porque le han llamado… y acaba ganando el pleito.

En sus obras se respira el ambiente de la Contrarreforma: la sencillez, la devoción, el ascetismo. Es un sincero creyente, pone su arte al servicio de esa religiosidad que siente la sociedad española de aquel momento y se somete a los dictados iconográficos marcados por la Iglesia. Lo suyo no son las Inmaculadas, como Murillo; ni los mártires, como Ribera; ni, por supuesto, las mitologías, aunque le llamen a Madrid, como uno de los pintores del Salón de Reinos.

Tal como vemos en los dos grandes ciclos de la cartuja de Jerez y del monasterio de Guadalupe, Zurbarán es el cronista de monjes y frailes: pinta admirables frisos de cabezas, auténticos retratos individuales, con esa voluntad, tan española, según Ortega, de servir a la salvación del individuo. Todo ello se realza con el virtuosismo de unos pliegues de tela que parecen engomados y que no ceden en calidad ante el mejor de los pintores flamencos. El ilustrado Ponz lo definió con precisión: «Terrible naturalidad».

Volvamos al «Bodegón con cacharros». En esa época se consideraba éste un género menor, por debajo de las grandes composiciones históricas y mitológicas; sin embargo, los bodegones tenían su mercado para decorar las casas de un cierto nivel económico. Son especialmente famosos los bodegones flamencos, pero también se pintaron en España, como ha estudiado Juan José Luna.

No pintó muchos bodegones Zurbarán pero sí conocemos algunos, con un cesto de manzanas y melocotones, o de naranjas. El del Museo del Prado no incluye nada vegetal ni comestible, sólo cuatro cacharros de cocina, simétricamente alineados encima de una mesa o repisa, que destacan sobre un fondo neutro. Aparentemente todo es sencillo, cotidiano, casi vulgar. De izquierda a derecha, vemos sobre una salvilla de peltre una taza ancha de plata sobredorada; una alcarraza trianera, de ese barro poroso que servía para enfriar el agua; después, un búcaro de Indias; finalmente, otra alcarraza, decorada con gallones.

Si nos fijamos un poco más, descubriremos muchas cosas: el punto de vista es bajo, lo que da monumentalidad a estos humildes cacharros. El verdadero protagonista es la luz, muy intensa, como si procediera de un fuerte foco, en clara herencia del tenebrismo. Sin embargo, sorprendentemente, cada cacharro no proyecta su sombra sobre el que tiene al lado: parecen pintados uno a uno. La luz que se refleja en las hendiduras de las vasijas está pintada con un virtuosismo comparable al que nos deslumbra en «El aguador», de Velázquez.

No vemos aquí vajillas de oro y plata, ni hermosas flores, ni frutos llenos de color; tampoco las ricas viandas, habituales en los bodegones flamencos: ostras, pescados, carnes de caza… ¿Cómo no advertir en todo ello una expresión del carácter español de la época? Lo que ha elegido Zurbarán nos recuerda a ese cardo que centra los bodegones de Sánchez Cotán y que Emilio Orozco puso en conexión con la poesía de San Juan de la Cruz.

Estos cacharros que retrata Zurbarán no son tan humildes, parecen propios de un aparador o vitrina: lo selecto, dentro de la sencillez. (Ésa era una norma estética cervantina, por ejemplo).

Lo esencial es la sensación que el cuadro transmite: sencillez, orden, sosiego, liberación de la mordedura del tiempo. También una virtud muy olvidada en esta sociedad de consumismo y derroche: austeridad. La España de Mateo Alemán y Gracián creía que «fuera de lo necesario, todo es superfluo». Al fondo está el respeto a la realidad, el amor azoriniano por las cosas pequeñas, cotidianas.

No es extraño que este fuera uno de los cuadros preferidos por don Jorge Guillén: cualquiera de estos cacharros -decía- me invita a tocarlo, «me asegura que es de veras»; en ellos, «la materia alcanza plenitud de sentido». Este sencillo bodegón nos transmite el equilibrio y la paz que todos ansiamos.

Era esta una gran España y no ha muerto del todo. Una parte de ella sigue estando viva ahí, muy cerca, en el Museo del Prado, en estos viejos cacharros que pintó Zurbarán.

Andrés Amorós es catedrático de Literatura Española.

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