Cuando hace unos días el candidato del PP al gobierno de una importante comunidad autónoma llamó a Alberto Núñez Feijóo para comentar los buenos augurios que le deparaban las encuestas, se encontró con un jarro de agua fría. Más allá de los parabienes de rigor por esa expectativa que le presentaba como ganador y dejaba en minoría al PSOE, el líder del PP aprovechó la ocasión para marcar el listón de sus anhelos: “Tu lo que tienes que hacer es seguir creciendo para no depender de Vox”.
Feijóo no habla nunca en público de Vox y ha dado instrucciones para que nadie de su equipo se haga eco en la prensa de las palabras o actos de la extrema derecha. Pero en su fuero interno sabe que este partido populista que mantiene una intención de voto en torno al 15% es su gran obstáculo para llegar a la Moncloa y aplicar una política reformista y moderada que devuelva a España a la senda de la prosperidad.
A los principales miembros de la nueva cúpula de Génova sencillamente les espeluzna tener que depender de una formación como Vox, tanto por la agresividad de sus propuestas contra la inmigración, el feminismo, las autonomías o los nacionalistas, como sobre todo por el tono esperpéntico de su acción política.
Personas como Cuca Gamarra, Elías Bendodo, Juan Bravo o el propio González Pons nunca podrán colaborar con los organizadores de actos en los que se reivindica la sublevación del 36 y el guerracivilismo, se pisotea la estelada independentista como felpudo de acceso al recinto, se cuenta con el mentiroso protogolpista Donald Trump como referente mundial y se aclama a Santiago Abascal cuando resume toda su filosofía vital con un carpetovetónico “¡Que se vayan al carajo!”.
Aquelarres como el del pasado fin de semana de Vox, jaleado por esos fanáticos que viven de la caza del “rojo”, del “progre” o del “acomplejado” -qué más da, todos los que no están con ellos están contra ellos-, reafirman a la cúpula de Génova en su determinación de replicar lo ocurrido en Andalucía en el mayor número de autonomías o ayuntamientos posibles.
De ahí la recomendación a Mañueco de desembarazarse cuanto antes de la extravagante compañía que lastra su gobierno de coalición porque también lastra el proyecto de Feijóo. No es casualidad que desde el gobierno se presente una y otra vez a Feijóo como patrocinador o al menos responsable de que Vox esté en la Junta de Castilla y Leon, soslayando el hecho de que cuando Mañueco pasó por ese aro, él ni siquiera había sido elegido presidente del partido.
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La cúpula de Génova es consciente de que nada amenazará tanto el éxito en las elecciones de diciembre del 23 como el que, después de las de mayo, el PP forme gobiernos de coalición con Vox en lugares como Valencia, Aragón o el Ayuntamiento de Madrid. Una cosa es pactar una investidura o un presupuesto tapándose la nariz y otra muy distinta elevar a los extremistas al rango de socio en el poder.
En el mejor de los casos, se reproducirían las nefastas consecuencias que para el PSOE está suponiendo la coalición con Podemos, sólo que en el formato “vuelta de tortilla”. En el peor de los casos, Sánchez conseguiría revertir el rumbo de los sondeos, haciendo del miedo a la ultraderecha su palanca de supervivencia. Más vale ni siquiera pensar en la pesadilla de otros cuatro años dependiendo de los morados, Bildu y Esquerra.
Hoy por hoy, todos los sondeos -menos los de Tezanos- coinciden en que por mucho que Sánchez aproveche cada comparecencia, cada lance parlamentario para presentar al PP como el “partido de los ricos”, su estrategia de confrontación extrema no está dando resultado. La brecha que se abrió tras las elecciones andaluzas se mantiene con holgura en favor de Feijóo y se está contagiando además a las comunidades que dirimirán su futuro en primavera.
La práctica totalidad de los barones socialistas parecen en riesgo de perder o de no poder gobernar. Hasta la continuidad de Page -el más centrado y apegado a su territorio- podría estar en el aire. De ahí los movimientos inconexos de muchos de ellos, en materia tributaria, de espaldas a Moncloa, en un clima de “sálvese quien pueda”.
A la gran mayoría de estos barones les hubiera gustado ir a las elecciones en abierta confrontación con la extrema izquierda y los nacionalistas. Pero la decisión de Sánchez de polarizar al máximo el conflicto social, para reducir todo a la pugna entre la solidaridad y el egoísmo, el bien y el mal, los paladines de los desfavorecidos y los “señores de los puros”, o sea, el PSOE y el PP, les deja sin margen de maniobra.
Ni para Moncloa existe ya la marcha atrás, ni para Génova la posibilidad de mostrarse amable con quien le machaca todos los días el hígado. Son los dados que decantarán el poder en casi todas las instancias nacionales los que están ya rodando sobre el tapete verde del calendario. Mientras el proceso no concluya, la racionalidad estará a menudo en excedencia y hasta los buenos modales de baja por enfermedad.
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Este es el inadecuado contexto que rodea el “último intento” de pactar la renovación del Consejo del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, provocado por la generosa -aunque tal vez tardía- dimisión de Carlos Lesmes. Por eso hay que reconocer el arranque de lucidez y sentido de la responsabilidad de Sánchez al convocar de inmediato al líder de la oposición y la correlativa consistencia de Feijóo al adoptar una actitud constructiva.
Por muy poco propicias que sean las circunstancias, España necesita que la negociación encomendada a Félix Bolaños y Esteban González Pons llegue a buen puerto. No es cierto que en el metro o en el autobús se hable de ello, como dijo Pilar Llop. Entre otras razones porque la inmensa mayoría de los ciudadanos desconoce los intríngulis legales y constitucionales del actual disenso. Pero eso no sólo no resta un ápice de gravedad al bloqueo, sino que la acrecienta, porque la ignorancia más dañina es la de quien no sabe lo que no sabe.
Sin poder judicial no hay Estado de derecho y sin instituciones no hay democracia. Estas obviedades pueden adquirir en momentos de crisis o riesgos extremos una deriva dramática y es intolerable que nuestra clase política juegue a esa ruleta rusa en una encrucijada tan convulsa.
No voy a extenderme en reiterar lo que vengo diciendo desde hace 37 años sobre cómo debería gobernarse el Poder Judicial porque ahora ya lo dice también la UE. Pero la inevitable superposición de ese debate de fondo con una legalidad en vigor que obliga a cumplir unos plazos, desbordados desde diciembre del 18, hace que tanto el PSOE como el PP tengan razones, pero no tengan “la” razón. Entre otros motivos porque en nuestro modelo constitucional esa razón sólo se materializa mediante el pacto, basado en las concesiones recíprocas.
Es el momento inexorable de hacerlas. Máxime cuando no resultan difíciles de concretar.
El Gobierno debe renunciar a colocar a sus candidatos más politizados, aceptar que los nombramientos del CGPJ se hagan mediante mayorías reforzadas, permitir al PP cubrir la vacante conservadora en el TC y comprometerse a promover el “nuevo marco” que reclama el PP para fortalecer la independencia judicial, sin descartar la reforma del sistema de elección que a la postre dependerá de quien gane los próximos comicios.
Simultáneamente, el PP debe renunciar a colocar a sus candidatos más politizados, permitir que el CGPJ se renueve de acuerdo con la legalidad vigente, facilitar que se consume la renovación del TC con un jurista vinculado a la izquierda, pero avezado y competente, como Conde Pumpido, presumiblemente en la presidencia y canalizar a través de su programa para las generales el deseable cambio del sistema de elección de los vocales del CGPJ.
Al final, todo va a reducirse a encontrar una redacción ambigua que permita a las dos partes proclamar el cumplimiento sustantivo, aunque parcial, de sus expectativas. Algo que, conociendo la calidad intelectual y humana de Bolaños y Pons, dos políticos eupneicos donde los haya, no tengo la menor duda de que está plenamente a su alcance.
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Como estímulo de esas capacidades me he permitido sugerir que, si el asunto sigue demorándose, a partir de este lunes se les encierre en una sala del Congreso y se les vaya restringiendo el alimento, hasta dejarles poco menos que a pan y agua. La idea no es original. Se les ocurrió a las autoridades de Viterbo en 1271 para desbloquear el cónclave cardenalicio que llevaba tres años y pico reunido sin elegir Papa. Más o menos el mismo retraso que ahora.
La indignación crecía en la calle y había que hacer algo. A grandes males, grandes remedios. Cuando ni la dieta blanda ablandó a las facciones enfrentadas, ni la dieta dura endureció su disposición al pacto, el prefecto y el podestá o primer magistrado de la ciudad decidieron desmontar el techo del palacio arzobispal, dejando en pleno invierno a los cardenales a la intemperie.
Fue mano de santo. De repente la urgencia resultó ser tal que a los pocos días eligieron Papa a alguien que ni siquiera era todavía sacerdote: el diácono Teobaldo Visconti, miembro de la aristocracia milanesa, que subió al solio pontificio como Gregorio X.
Una de las primeras iniciativas del nuevo Papa fue dictar la bula Ubi periculum (“En caso de peligro”), regulando los aspectos materiales del cónclave para que tal retraso no volviera a producirse. Disponía, por ejemplo, que los cardenales sólo tuvieran derecho a dos sirvientes, no pudieran comunicarse con el exterior y su menú se redujera progresivamente a partir del cuarto día de reuniones infructuosas.
Aunque esas reglas no siempre se aplicaron de forma estricta, fueron a partir de entonces un elemento dinamizador de las deliberaciones. De hecho, tres siglos después, según el apasionante estudio Conclave 1559 que acaba de publicar Mary Hollingsworth, al cabo de tres meses de bloqueo, el cardenal Firmano, que actuaba como decano, anunció a sus compañeros un 5 de diciembre que desde ese día “las comidas quedaban reducidas a un solo plato”. Antes de que terminara el año habría fumata blanca.
Buena iniciativa la de este Gregorio X. Bolaños y Pons deben atenerse al espíritu de esa bula, porque mientras no se restablezca la normalidad institucional nuestra democracia estará ubi periculum. Y por si Sánchez o Feijóo siguen poniéndoselo difícil con comentarios tan inoportunos como los que ambos hicieron en los corrillos de la recepción del 12 de Octubre, me permito recordarles que entre el legado de los Visconti figura también el escudo de armas en el que una larga y zigzagueante serpiente va devorando a un caballero.
La serpiente que ya tiene a medio Sánchez dentro es de color morado y la que quiere engullir a Feijóo, verde como la bilis. Ellos verán.
Pedro J. Ramírez, director de El Español.