Bolonia no quiere profesores Lidenbrock

Tacaño, irascible y colérico. Así se nos aparece el profesor Lidenbrock, protagonista de «Viaje al centro de la Tierra». El catedrático de Mineralogía del Johanneum acometía sus lecciones, según expresión de la filosofía alemana, «subjetivamente»: enseñaba para él y no para sus discípulos. Como sabio egoísta, era «un pozo de ciencia cuya garrucha rechinaba cuando de él se quería sacar algo».

Pese a que Julio Verne situaba a muchos docentes de esta clase en la Alemania de 1863, hacía ya medio siglo que se había fundado en Berlín la moderna Universidad. Su creador, Von Humboldt, había acudido a un sencillo principio: enseñar lo que se investiga e investigar lo que se enseña. De ahí surgió, junto con la creación de los profesores asalariados, el germen de la producción industrial de la ciencia y de la actual sociedad del conocimiento. El modelo germano del siglo XIX se lleva un paso más allá en Estados Unidos. Se enseña lo que se investiga, se investiga lo que se enseña... y se investiga y enseña lo que luego se transfiere a la sociedad y se aplica. Por ello, en el siglo XX los premios Nobel saltan de un lado a otro del Atlántico.

En el Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), los doctores universitarios están llamados a desempeñar un papel fundamental en las políticas de innovación e investigación, así como a liderar el trasvase del saber a la ciudadanía. Bolonia no quiere profesores Lidenbrock, parapetados en su autocomplaciente torre de marfil, avaros custodios de sus propios conocimientos. Y es quizás en este punto, el del contacto con la sociedad, donde los programas de doctorado encuentren mayores dificultades. Por eso, y sin exclusión de las opciones más clásicas, se le brinda una oportunidad a la Universidad española. La ofrecen aquellos estudiantes que enfocan sus tesis doctorales hacia cuestiones más o menos prácticas relacionadas con su actividad profesional. El resultado, trabajos originales de investigación con garantías y hechuras académicas (en cuanto a hipótesis, metodología y recurso a fuentes), arroja ventajas muy descriptibles.

En primer lugar, permite la elección de objetos de estudio avalados por la vocación y la trayectoria profesional. Economistas, empresarios, abogados o periodistas pueden enriquecer a la Universidad con su experiencia. Decantada esta última por el rigor de la academia, estará en condiciones de revertirse nuevamente a la sociedad, en la forma de un riguroso conocimiento. De este modo, facilitaría el cumplimiento de una de las misiones «espirituales» que, como rector, Unamuno se impuso: empujar a la institución universitaria «a que tome el aire de la calle y de los campos, y lleve al pueblo, sediento de verdad y de justicia, la voz del saber desinteresado y noble». Ningún camino mejor para conjurar la amenaza de una «Universidad tibetana», cuyos profesores dormitan dando la espalda al mundo. Introducir a reputados profesionales en los estudios de tercer ciclo espolearía a aquellos docentes que, por holgazanería, vanidad o ineptitud, evitan discutir a la intemperie por no verse cuestionados fuera de las aulas.

Los doctores con carrera profesional ajena a la Universidad reconducirían la obsesión de la especialización a sus justos términos. Bien se lamentaba Goethe, coetáneo precisamente de Humboldt, de las Universidades empeñadas en la enseñanza de «demasiadas cosas inútiles» y alejadas del interés del común de sus oyentes. Y compadecía a los pobres médicos en cuya cabeza trataban de empotrar los vastísimos contenidos de ciencias accesorias a la medicina como la química y la botánica. Muy por el contrario, un doctorando experto en su campo laboral y de ideas claras apenas corre el riesgo de dispersarse.

Salvador de Madariaga recordaba cómo los geniales matemáticos Poincaré y Becquerel le habían resultado tan ineptos docentes «como lo hubiera sido Cristóbal Colón de profesor de Geografía». Sin embargo, un abogado o un periodista, acostumbrados a exponer, pueden convertirse en magníficos docentes fuera de las clases universitarias.

Frente a las desalentadoras malas prácticas denunciadas por este diario, cumple consignar los nuevos desafíos de los programas de doctorado. No puede faltar, entre ellos, el de la integración de los doctorandos procedentes del mundo profesional. Al fin y al cabo, el auténtico sentimiento de la dignidad del hombre estriba en «estimarse capaz de alcanzar las más altas verdades». Lo afirmó Hegel al inaugurar el curso académico de 1818, precisamente en la Universidad de Berlín. El conocimiento no es patrimonio exclusivo de nadie.

Álvaro de Diego es director del doctorado de la Universidad a Distancia de Madrid (UDIMA).

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