Bolonia y las ingenierías

Veintinueve países europeos firmaron en 1999 una declaración planteando el Espacio Europeo de la Educación Superior, lo que se ha dado en llamar el Acuerdo de Bolonia. Se trataba de una propuesta de unificación de títulos, planteada en términos políticos, de orientaciones, de fijar criterios, que no obligaba jurídicamente a sus firmantes. Eran cuatro los principios que definía, de carácter general, y que atendían a incrementar la calidad del sistema universitario europeo, la movilidad de estudiantes y profesores, respetar la diversidad e incrementar la competitividad de nuestros títulos. Todo ello con un doble objetivo prioritario, como es el de mejorar la inserción laboral de nuestros titulados y aumentar la atracción del sistema europeo captando profesores y alumnos de otros continentes.

No debemos olvidar que esta declaración pone de manifiesto el fracaso de la Unión Europea en regular un sistema en el que, salvo en el caso de los estudios relacionados con el mundo de la salud, sólo ha sido capaz de abordar, con muchas dificultades, el de la arquitectura, no habiendo sido posible, pese a los intentos, resolver los de ingeniería, entre otros. Armonizar un sistema desde abajo, sin unas directrices claramente marcadas y asumidas por todos los Estados de la Unión, abandonando a los socios lo que no se ha sido capaz de hacer desde la dirección, tiene mucho de ingenuo y conlleva el riesgo de generar un efecto perverso como es el de producir un panorama igualmente desarmonizado en el que perdamos en el viaje lo que de bueno teníamos, sin conseguir una mejora clara, como no sea el amor que algunos parecen tener al cambio por el cambio.

A la primera declaración han seguido las de Praga, Berlín, Bremen..., en las que los ministros europeos han ido desarrollando el primer acuerdo, y mucho me temo que enturbiando un asunto complejo como lo es el de tratar de armonizar unos sistemas universitarios heterogéneos que responden a contextos históricos, sociales y laborales diversos. En cualquier caso, y desde un punto de vista práctico, este alud de recomendaciones puede concretarse en dos, una de índole un tanto retórica y por tanto de puesta en marcha más difícil como es la de asegurar la calidad, y otra de índole más práctica como es la de plantear la estructura de los estudios en dos ciclos, el primero de carácter más generalista, si bien claramente orientado al mercado de trabajo, y el segundo de especialización.

Me centro en los aspectos que mejor conozco, los relacionados con el mundo de la ingeniería. Los modelos de estudios en este campo pueden resumirse en tres. Cito primero el modelo británico, aquél al que nos están dirigiendo, con un primer ciclo de tres años y una posible formación posterior mediante un segundo ciclo llamado máster, generalmente de dos años. Si bien este sistema es minoritario en la Unión, es el habitual en el mundo anglosajón, con el peso importante de Norteamérica. El segundo es el modelo francés, con un único ciclo de cinco o seis años. El tercero es el modelo alemán, el que existe en España, un sistema mixto en el que conviven los dos tipos de ingenieros, de ciclo largo y de ciclo corto, éstos últimos con una orientación más práctica.

Parece por tanto que el modelo español, en el campo de las ingenierías, ya cumplía el Acuerdo de Bolonia, pues plantea, en una de sus dos variantes, un sistema cíclico, en el que se puede optar por cursar una ingeniería de ciclo corto, de tres años, llamada ingeniería técnica, orientada claramente al mercado laboral, para continuar, aquél que lo deseara, por realizar un segundo ciclo de dos años más, obteniendo un título de ingeniería superior. Este sistema, por cierto, es el que emplean varias universidades españolas, generalmente de reciente constitución, que han preferido no abordar directamente los ciclos largos.

Da la impresión de que nuestras autoridades han apostado, bien es cierto que dando una impresión un tanto errática, por el modelo único anglosajón, minoritario en Europa, anulando la posibilidad de coexistencia con el ciclo largo que también tenemos en España. No es ésta la actuación de Francia o Alemania, por citar dos pesos pesados de la Unión. Estas líneas no pretenden plantear una opinión contraria a la incorporación de nuevos títulos de ciclo corto al modo británico, sino expresar las dudas que ante un salto en el vacío, como es el de cambiar radicalmente un modelo por otro, nos surgen a muchos. Copiar un sistema universitario sin tener en cuenta el contexto en el que funciona es un grave error, por calificarlo con términos amables. Si algo hay que cambiar claramente en el sistema universitario español es el carácter local que tienen la inmensa mayoría de nuestras universidades. Tanto en el Reino Unido como en Francia o Alemania, los estudiantes se matriculan en la universidad que quieren o pueden, en función de sus intereses académicos, favoreciendo la competencia entre universidades su especialización y, por consiguiente, su calidad. Cuando he escrito poder, me refería obviamente a sus calificaciones académicas previas, no a sus disponibilidades económicas. Nuestro falsamente igualitario sistema de tasas, la ausencia de una política de becas que permita la movilidad real de los estudiantes y determinadas peculiaridades sociológicas del paisanaje convierten a nuestros centros en universidades de aldea, pero éste no es el objeto de estas líneas y lo dejaremos para mejor ocasión. Y puestos a hablar de la movilidad internacional, además de la dificultad económica antes descrita, podríamos mencionar la todavía deficiente formación en lenguas comunitarias de nuestros jóvenes.

Volvamos al contexto, esta vez el laboral. La mayor parte de nuestros ingenieros se emplean en pymes, lo que implica que una excesiva especialización en la formación, interesante para grandes empresas, puede ser negativa y no asimilable por nuestro característico entorno empresarial. Los ingenieros, de cada tipo en su caso, han cubierto hasta ahora su demanda satisfactoriamente, al decir de los contratadores. Un principio de mínima prudencia debiera introducir los cambios que se consideren oportunos de forma gradual, apoyándose en lo existente, y dejar que el mercado, una vez más, regule su absorción, lo que planteará en el futuro que desaparezcan los títulos que carezcan de demanda laboral.

Nuestros ingenieros, insisto, de los dos tipos, han demostrado que se mueven sin complejos en todo el mundo. Quizá se deba al exceso de formación que nos acusan de impartirles. Cuando desde el mundo anglosajón cada vez hay más voces que reclaman ampliar la formación básica, reducir la nuestra podría ser una opción que abaratara el sistema, pero no que lo mejorara. No es desde luego la opción de calidad que nos reclama Bolonia. No caigo en la autocomplacencia, soy consciente de que unos estudios que tienen una duración determinada sobre el papel se prolongan en la realidad de forma alarmante, fenómeno que se produce no sólo en España y al que hay que tratar de poner remedio, no sólo desde la universidad sino también desde la formación previa.

Para concluir, planteemos los cambios gradualmente. Dicen que el papel lo aguanta todo, incluso las opiniones de este ingeniero que, pese a no sentirse mayor, ya ha visto pasar varias reformas, las dos últimas en menos de seis años, con el desconcierto que ello implica en alumnos, profesores y empresa. El logro de la excelencia, tan de moda hoy en día, pasa por adecuar la exigencia de nuestros estudios a las demandas actuales y futuras, no por bajar su nivel.

Javier Muniozguren, profesor de la Escuela Superior de Ingeniería de Bilbao.