Brasil ha elegido un nuevo presidente eligiendo un viejo presidente. Luiz Inácio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores, que ejerció la presidencia desde 2003 hasta 2010, derrotó al actual presidente de extrema derecha, Jair Bolsonaro, en la segunda vuelta. Pero eso no significa que lo que representaba Bolsonaro haya sido derrotado.
El simple hecho de que hubiera una segunda vuelta subraya el hecho de que el electorado de Brasil, como muchos en todo el mundo, está profundamente polarizado. Bolsonaro, cuyo respaldo proviene particularmente de los militares y de los cristianos conservadores, recibió más de 51 millones de votos en la primera vuelta, y más de 58 millones en la segunda. También cuenta con un apoyo considerable detrás de escena -tanto financiero como ideológico- de parte de intereses económicos poderosos, especialmente en la agroindustria. De hecho, 33 de los 50 principales donantes de la campaña de Bolsonaro pertenecen al sector agropecuario.
La agroindustria es un sector altamente industrializado en Brasil, responsable de más de una cuarta parte del PIB y del 48,3% de las exportaciones totales en la primera mitad de 2022. Y su alcance geográfico es vasto: cubre gran parte del norte, de San Pablo para arriba; un sector importante de los estados del sur; dos estados poderosos del centro-oeste del país, Mato Grosso y Mato Grosso do Sul, y Roraima en el norte. Gran parte de los incrementos de ingresos en Brasil durante la presidencia de Bolsonaro fueron a manos de estas regiones ya que el sector agrícola resultó beneficiado gracias a una moneda nacional devaluada y precios internacionales elevados de las materias primas.
El resto de Brasil no tuvo tanta suerte. Una inflación alta -los precios al consumidor subieron el 8,3% en 2021- ha ejercido mucha presión sobre un porcentaje importante de la población. Más de la mitad de los brasileños (125,2 millones de personas) viven con algún tipo de inseguridad y el 15% de la población (33 millones de personas) enfrentan una inseguridad alimentaria severa. En un país que hace alarde de su condición de “granero del mundo”, no deja de ser una triste ironía.
Como es lógico, era más probable que las regiones dominadas por la agroindustria respaldaran a Bolsonaro y no a Lula. Pero el presidente es sólo una pieza del enigma político. Aún sin Bolsonaro en el poder, la agroindustria goza de una amplia representación legislativa. En 2021, los miembros del Frente Parlamentario Agrícola (FPA) -la poderosa “banca rural” de Brasil- ocupaban el 46% de la Cámara de Diputados de Brasil y el 48% del Senado. El Instituto Pensar Agropecuária, que incluye a 48 entidades del sector agrícola, asesora al FPA.
La máquina política que ha construido la agroindustria en Brasil resultó ser sumamente efectiva. Durante la presidencia de Bolsonaro y la de su antecesor, Michel Temer, el FPA promovió sus intereses, de manera organizada y sistemática, especialmente disputando derechos territoriales indígenas para legitimar el uso de tierras nativas para la producción agrícola. El FPA también ayudó a articular propuestas y enmiendas sobre diversas cuestiones regulatorias, incluidos los derechos de los trabajadores, las licencias ambientales, la regularización de la tenencia de tierras y los pesticidas.
En otro hecho que ilustra la influencia del lobby agrícola, Tereza Cristina, ex presidente del FPA, fue nominada para encabezar el Ministerio de Agricultura de Bolsonaro en 2019. El 2 de octubre, en la primera ronda de las elecciones nacionales de este año, Cristina -también conocida como “Sra. Deforestación” y la “musa del veneno”- fue elegida senadora por Mato Grosso do Sul, con más del 60% de los votos.
Cristina no fue la única. El 70% de los representantes del FPA en la Cámara de Diputados fue reelecto. La organización espera ocupar al menos 40 de las 81 bancas del Senado en 2023, y hasta proyecta nuevos “ingresos”, que podrían llevar el total a 45.
El Congreso de Brasil también incluirá al ex ministro de Medio Ambiente de Bolsonaro, Ricardo Salles. En 2018, Salles fue condenado en un tribunal de primera instancia por “irregularidades administrativas” mientras era jefe de la agencia ambiental del estado de San Pablo. Sin embargo, un mes más tarde fue nombrado ministro de Medio Ambiente y en su gestión se registró un alza de la deforestación en la selva del Amazonas, así como importantes recortes de los programas de protección ambiental, antes de verse obligado a renunciar el año pasado por acusaciones de participación en un plan de tráfico de madera.
La influencia política del sector agrícola por ende condice con su condición frecuentemente profesada de “pilar de la economía”. Pero también hay un importante componente social y cultural en su influencia. Para gran parte de la población, la vida rural es una suerte de identidad nacional, representada por la imagen romántica del “sertanejo”, u hombre de campo.
Desde los rodeos y las “vaquejadas” (un deporte en el que participan dos vaqueros a caballo que persiguen a un toro hasta un objetivo) hasta la música folclórica y los festivales, las tradiciones culturales rurales en algunos lugares son tan populares como el fútbol y el carnaval. La agroindustria utiliza estas actividades como oportunidades para defender el discurso de que es central para la identidad de Brasil. No es coincidencia que muchos de los principales cantantes de música country del país respaldaran públicamente a Bolsonaro.
De manera que el Bolsonarismo tiene la influencia económica, política y cultural como para sobrevivir a Bolsonaro. En muchos sentidos, la agroindustria -y el FPA, en particular- será decisiva en la presidencia de Lula, particularmente en lo que concierne a las políticas ambientales, la regularización de la tenencia de tierras y la defensa de los derechos de las poblaciones indígenas y quilombolas. Si los agentes del Bolsonarismo ganan aún más influencia en las elecciones parlamentarias locales en dos años, el desafío para Lula será aún mayor.
La derrota de Bolsonaro merece una celebración. Pero nadie -mucho menos Lula- debería olvidar que las fuerzas que lo empoderaron no han desaparecido.
Camila Villard Duran is an associate professor of law at ESSCA School of Management.