Bolsonaro quiere hacerse pasar por Mr. Democracia

El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, el 4 de noviembre.Credit Evaristo Sa/Agence France-Presse — Getty Images
El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, el 4 de noviembre.Credit Evaristo Sa/Agence France-Presse — Getty Images

Desde hace algunos meses, el presidente brasileño parece haber mudado de piel. De promotor de actos antidemocráticos e instigador de discursos racistas y contrarios al pluralismo, el capitán retirado del ejército ahora pareciera querer dar muestra de sus credenciales “democráticas”, dialogando con los líderes de la “vieja clase política” que tanto abominaba en campaña y acercándose a miembros de la Corte Suprema, que fueron objeto de diversas amenazas por parte de sus simpatizantes poco tiempo atrás. Según los defensores de esta teoría, Jair Bolsonaro se rendiría ante la evidencia: su presidencia solo es viable si respeta las instituciones.

Sin embargo, esta supuesta reconversión del presidente brasileño a los valores democráticos es tramposa.

Bolsonaro no quiere moderar su discurso: su verdadera ambición es cooptar progresivamente a las instituciones, tras entender que no dispone del capital político suficiente para llevar a cabo una ruptura institucional. Si esta estrategia tiene éxito, la ya endeble democracia brasileña podría estar en peligro.

Jair Bolsonaro ha dejado claro que su prioridad es movilizar a su base política, que él ha contribuido a radicalizar, en lugar de construir políticas públicas para todos los brasileños. En sus propias palabras: “Nosotros tenemos que desconstruir muchas cosas, deshacer muchas cosas para después volver a construir”. Con deshacer muchas cosas, Bolsonaro se refiere a los avances en educación, cultura, medioambiente y derechos humanos logrados en las tres décadas de democracia. En el plano político, contrariamente a sus antecesores, Bolsonaro se rehusó en un primer momento a montar una coalición en el parlamento, e incluso rompió el año pasado con el Partido Social Liberal (PSL), la agrupación que lo llevó al poder. En una democracia funcional, este desdén por el parlamento tendría consecuencias políticas graves. Pero en el Brasil de Bolsonaro, no es el caso.

De hecho, ha sido el Congreso el que le ha proporcionado sus dos mayores victorias políticas: la aprobación de una reforma de pensiones (pensada por el propio parlamento) y, más recientemente, la creación de un “auxilio de emergencia”. Este apoyo, que casi setenta millones de brasileños han recibido, ha sido fruto del reclamo de la oposición a Bolsonaro, pero ha sido él quien lo capitalizó. Desde que empezaron a entregarse las ayudas en abril de este año, su popularidad ha crecido entre el electorado más pobre, y en particular en el noreste del país, donde él era más impopular. Gracias a ello, Bolsonaro ha obtenido un 40 por ciento de aprobación, logrando el respaldo de varios partidos dentro del mal llamado “centro” (centrão) político.

Desde 1988, el rumbo de Brasil ha sido en buena medida dirigido por este grupo de partidos, que al garantizar los votos necesarios para asegurar la gobernabilidad del país (o la caída de su presidente) a cambio de puestos en el gobierno, le permitía a los mandatarios lograr en el parlamento apoyo para reformas y ejecutar su proyecto político.

Los discursos incendiarios de Bolsonaro durante su campaña presidencial en contra de la “vieja política” hacían presagiar que eso cambiaría, pero a casi dos años de llegar al poder todo indica que el tradicional quid pro quo (ministerios a cambio de gobernabilidad) está más vivo que nunca. Solo que ahora, la principal ambición del presidente no es disminuir la inflación —como hizo el expresidente Fernando Henrique Cardoso— o reducir la pobreza y la desigualdad —como Luiz Inácio Lula da Silva— sino “deshacer” las instituciones de la democracia brasileña.

Eso no parece incomodar a los líderes de estos partidos, como el Movimiento Democrático Brasileño, el Partido Social Democrático, los Demócratas o los Progresistas, que, después de haber recibido varios puestos ministeriales, han decidido proteger al exmilitar de cualquier proceso de destitución, aun cuando en la mesa del presidente de la Cámara de Diputados se acumulen más de 50 pedidos, y que más de 160.000 personas han fallecido a raíz de la COVID-19 en el país, en buena medida por las políticas nocivas para la salud pública del presidente. A cambio de ello, Bolsonaro anunció recientemente su deseo de dar más cargos de segundo nivel al centrão.

El presidente brasileño tiene una vocación autoritaria evidente. Desde su llegada a la presidencia, la prensa ha relatado un intento de ruptura institucional así como una tentativa de autogolpe durante el primer semestre de 2020. La complacencia frente a estos despropósitos de los líderes de los poderes legislativo y judicial nos dice más sobre la realidad de los valores “democráticos” de estos últimos, que sobre la sinceridad de la conducta de Jair Bolsonaro, quien nunca ha escondido su admiración por la dictadura militar. Y nada demuestra que haya cambiado de parecer desde entonces.

Los críticos y opositores de Bolsonaro han denunciado sus embestidas autoritarias a través de artículos y columnas de repudio. Esto no es suficiente. Hay que organizar una verdadera oposición al desmantelamiento de las principales agencias y ministerios del Estado brasileño.

El expresidente Lula da Silva, quien fue liberado de la cárcel en noviembre del año pasado y aún con la popularidad necesaria para ser el líder natural de la oposición, debe tener voz y voto. Al mantener a Lula da Silva sin derechos políticos, la Suprema Corte hace el juego de Bolsonaro y debilita aún más su ya endeble credibilidad.

También es necesario construir una agenda política incluyente, teniendo en cuenta que buena parte de los políticos que han realizado pactos espurios con Bolsonaro se quedarán a su lado mientras este mantenga su popularidad. La defensa de la Constitución de 1988 podría ser un buen denominador común.

La elección de Bolsonaro fue el fruto de diversos factores, entre ellos el rechazo de la política y de los políticos. Pero es imposible soslayar el papel que jugó el establishment político, económico y jurídico para pavimentar la llegada al poder de la extrema derecha. En lugar de acumular odio ante la falta de conciencia democrática de sus élites, la sociedad brasileña debería movilizarse para impedir que Bolsonaro logre su cometido deshaciendo las instituciones y la propia democracia brasileña. Defender retóricamente a la democracia no es lo mismo que hacerlo en la práctica. Con Bolsonaro debemos estar atentos a sus acciones.

Gaspard Estrada, es director ejecutivo del Observatorio Político de América Latina y el Caribe (OPALC) de Sciences Po, en París.

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