Bolsonaro teme ir a la cárcel. Y con razón

Bolsonaro teme ir a la cárcel. Y con razón
Sergio Lima/Agence France-Presse — Getty Images

“Quiero que esos sinvergüenzas lo sepan”, dijo el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, a sus seguidores el año pasado. “¡Nunca iré preso!”.

Estaba gritando. Pero Bolsonaro tiende a exaltarse cuando habla de la posibilidad de ir a prisión. “Por Dios que está en el cielo”, declaró ante un grupo de empresarios en mayo, “nunca me arrestarán”. Como pasa “más de la mitad” de su tiempo lidiando con demandas, seguramente se siente con suficientes recursos para evitar una detención. Pero este desafío suena desesperado. El destino de la expresidenta de Bolivia Jeanine Añez, quien hace poco fue sentenciada a prisión, presuntamente por haber orquestado un golpe de Estado, se percibe con fuerza en el aire.

Para Bolsonaro, es una advertencia. De cara a las elecciones presidenciales de octubre, que según todas las proyecciones perderá, Bolsonaro está visiblemente preocupado de también ser arrestado por, como trató de minimizarlo sin dar más detalles, “actos antidemocráticos”. Ese temor explica sus intentos desesperados por desacreditar las elecciones antes de que se lleven a cabo; por ejemplo, al reunir a decenas de diplomáticos extranjeros para deslegitimar el sistema de votación electrónica del país.

Sin embargo, sin importar cuán absurdo sea su comportamiento —y no hay duda de que obligar a los embajadores a escuchar su diatriba descabellada durante 47 minutos es delirante— el motivo de fondo sigue teniendo sentido. Porque, a decir verdad, Bolsonaro tiene bastantes razones para temer ir a prisión. De hecho, cada vez es más difícil seguir la pista a todas las acusaciones contra el presidente y su gobierno.

Para empezar, está el asunto no menor de la investigación del Supremo Tribunal Federal de Brasil sobre los aliados de Bolsonaro debido a su participación en una especie de “grupo paramilitar digital” que inunda las redes sociales con desinformación y coordina campañas de desprestigio en contra de sus opositores políticos. En una investigación relacionada, el propio Bolsonaro está siendo investigado por su “participación directa y relevante” en la promoción de desinformación, según describe el informe de la Policía Federal.

No obstante, los delitos de Bolsonaro distan de limitarse al mundo digital. Los escándalos de corrupción han definido su mandato y la podredumbre comienza en casa. Dos de sus hijos, que también son servidores públicos, han sido acusados por fiscales estatales de robar fondos públicos de manera sistemática al embolsarse parte de los salarios de asociados cercanos y empleados inexistentes en sus nóminas. Acusaciones similares, relacionadas con su periodo como legislador, se han esgrimido contra el propio presidente. En marzo, fue acusado de improbidad administrativa por mantener a un empleado inexistente como su asesor en el Congreso durante 15 años (el presunto asesor en realidad era un vendedor de açaí).

Las acusaciones de corrupción también giran en torno a altos mandos del gobierno. En junio, el exministro de Educación de Brasil, Milton Ribeiro, fue arrestado por delitos de tráfico de influencias. Bolsonaro, a quien Ribeiro mencionó por su nombre en grabaciones comprometedoras de audio, salió de inmediato en defensa del ministro. “Pondría la cara al fuego por Milton”, declaró el presidente antes del arresto y poco después explicó que solo pondría una mano al fuego. Contra toda las pruebas disponibles, sostiene que no hay “corrupción endémica” en su gobierno.

Además, está el informe nada favorecedor de la comisión especial del Senado sobre la respuesta de Brasil a la COVID-19, que describe cómo el presidente contribuyó a la propagación del virus y puede considerársele responsable de hasta 679.000 muertes en Brasil. El informe recomienda que a Bolsonaro se le imputen nueve delitos, incluida la malversación de fondos públicos, la violación de derechos sociales, así como delitos de lesa humanidad.

¿Cómo responde el presidente a este pliego de cargos que se acumulan? Con órdenes para reservar la información. Estas órdenes, que ocultan las pruebas durante un siglo, se han aplicado a todo tipo de información “sensible”: los gastos detallados de la tarjeta de crédito corporativa de Bolsonaro; el proceso disciplinario del ejército que absolvió a un general y al exministro de Salud por haber participado en una manifestación a favor de Bolsonaro, y los informes de los fiscales sobre la investigación por corrupción en contra de su hijo mayor. Esto dista mucho del hombre que, al principio de su mandato, se jactó de que traería consigo “¡transparencia antes que nada!”.

Si las órdenes para reservar la información no funcionan, queda la obstrucción de la justicia. Bolsonaro ha sido acusado con frecuencia de tratar de obtener información privilegiada de las investigaciones o de impedirlas por completo. En el ejemplo más conocido, el presidente fue acusado por su propio exministro de Justicia de interferir con la independencia de la Policía Federal. Es una acusación creíble. Después de todo, en una grabación filtrada de una reunión ministerial de hace dos años, se captó a Bolsonaro diciendo que no iba a quedarse “sentado viendo cómo joden a mi familia o a mis amigos”, cuando todo lo que tenía que hacer era sustituir a las autoridades encargadas de la procuración de justicia.

Pero para ejercer ese poder necesita seguir en el cargo. Con eso en mente, Bolsonaro ha estado repartiendo altos cargos en el gobierno y usando una reserva de fondos, conocida como “el presupuesto secreto” por su falta de transparencia, a fin de asegurarse de contar con el apoyo de los legisladores de centro. Dada la fuerza que han cobrado las demandas de destitución —desde diciembre de 2021 se han presentado más de 130 solicitudes en su contra— necesita todo el apoyo que pueda reunir. La estrategia es bien conocida: Bolsonaro confesó haber hecho ambas cosas para “calmar al Congreso”. Niega que el presupuesto sea secreto, a pesar de que quienes solicitan fondos de él permanecen en el anonimato.

Sin embargo, el mayor reto es ganarse al electorado. En este caso, Bolsonaro recurre de nuevo a triquiñuelas y soluciones alternativas. En julio, el Congreso aprobó una reforma constitucional —que el ministro de Economía apodó el “proyecto de ley kamikaze”— que le otorga al gobierno el derecho a gastar 7600 millones de dólares adicionales en pagos de asistencia social y otras prestaciones hasta el 31 de diciembre. Si suena como un intento descarado de conseguir apoyos en todo el país es porque lo es.

Nadie sabe si esto ayudará a la causa del presidente. Pero las señales que envía son inconfundibles: Bolsonaro está desesperado por evitar la derrota. Y tiene muchas razones para querer evitarla.

Vanessa Barbara es editora del sitio web literario A Hortaliça, autora de dos novelas y dos libros de no ficción en portugués y colaboradora de la sección de Opinión del Times.

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