Bolsonaro y Maduro: la crónica de un conflicto anunciado

A la izquierda, un grupo de personas llevó una imagen del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, a su toma de posesión. A la derecha, partidarios del gobierno venezolano cargan un retrato del presidente de Venezuela, Nicolás Maduro. Credit Patricia Monteiro/Bloomberg; Yuri Cortez vía Agence France-Presse — Getty Images
A la izquierda, un grupo de personas llevó una imagen del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, a su toma de posesión. A la derecha, partidarios del gobierno venezolano cargan un retrato del presidente de Venezuela, Nicolás Maduro. Credit Patricia Monteiro/Bloomberg; Yuri Cortez vía Agence France-Presse — Getty Images

La semana pasada Jair Bolsonaro tomó posesión como el nuevo presidente de Brasil. El jueves Nicolás Maduro, quien sucedió a Hugo Chávez cuando murió, en 2013, asumirá su segundo mandato presidencial en Venezuela. Estas dos investiduras ejemplifican los desafíos que enfrentan la democracia, las alianzas internacionales y la unidad en América Latina.

Bolsonaro es un militar retirado, de extrema derecha, con un historial de declaraciones incendiarias sobre una variedad de temas, desde los derechos de la comunidad LGBT, de las mujeres y los afrobrasileños hasta Donald Trump, el presidente de Estados Unidos. Pese a que su familia ha sido acusada de corrupción, Bolsonaro fue elegido en medio de un clamor social en contra de la corrupción y de rechazo hacia la política tradicional, que solo se intensificó por la consternación generalizada por un índice récord de criminalidad. En cuanto ganó la elección, comenzó a pelearse con algunos mandatarios de la región —rescindió la invitación a Maduro y al presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, a su investidura— y prácticamente rompió relaciones diplomáticas con Venezuela.

A la toma de posesión de Maduro —quien, según el ministro de Relaciones Exteriores de Venezuela, Jorge Arreaza, “jamás consideró asistir” a la investidura de Bolsonaro— irán pocos invitados. El Grupo de Lima, la Unión Europea y muchos otros países se negaron a reconocer la legitimidad de su reelección, así que solamente los líderes de Cuba, Bolivia, Nicaragua, El Salvador y un enviado especial del gobierno de México —que aunque prefiere ser discreto simpatiza con Maduro— estarán presentes en su asunción.

Además de reelegirse de manera fraudulenta, Maduro ha violado flagrantemente los derechos humanos, ha colapsado la economía venezolana y ha provocado una crisis humanitaria que ha forzado hasta ahora a casi tres millones de sus compatriotas a exiliarse. Con los precios del petróleo —la única exportación de Venezuela— a la baja, el país se sumirá aún más en el caos.

Las características políticas y personales de estos dos líderes, que llegan al poder separados apenas por diez días, son una receta para el desastre.

Aunque fue elegido de manera democrática, Bolsonaro ha mostrado tendencias autoritarias. Prometió dar más libertad a la policía y los soldados para disparar a sospechosos armados y ha dicho que está a favor de reinstaurar la pena de muerte en Brasil. También ha dicho que firmará un decreto para permitir que cualquier persona pueda comprar un arma de fuego, incluso armas automáticas. Esto, en pocas palabras, armaría a toda la población brasileña.

El nuevo presidente de Brasil también amenazó con sacar a su país del Mercado Común del Sur (Mercosur) —un acuerdo comercial que incluye también a Argentina, Uruguay y Paraguay—, del Acuerdo de París y del Pacto Mundial para la Migración de Marrakech. El jefe del gabinete de Bolsonaro, Onyx Lorenzoni, prometió limpiar el gobierno de todos los funcionarios públicos con “ideas socialistas y comunistas”, una manera de purgar a los miembros del Partido de los Trabajadores, la agrupación de los expresidentes Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff. Por si no fuera poco, Bolsonaro eliminó del directorio del gobierno a todas las dependencias que impulsaban políticas a favor de la comunidad LGBT y las personas de esta comunidad fueron eliminadas como sujeto de protección del Ministerio de Derechos Humanos.

Por su parte, Maduro ha militarizado todas las instituciones venezolanas, incluidos los supermercados. También ha repartido armas automáticas a sus militares y ha armado a grupos paramilitares conocidos como Colectivos. El presidente venezolano continúa apoyando a Cuba, Bolivia y Nicaragua con las ganancias del petróleo y, una vez más, ha escalado las tensiones con Colombia, cuyo presidente, Iván Duque, ha acusado a Venezuela de urdir un plan para asesinarlo. Maduro fue electo de manera más o menos democrática en 2013, pero ahora es parte del grupo cada vez más numeroso de líderes autoritarios en América Latina que ejercen el poder antidemocráticamente.

Aunque Maduro pertenece a la izquierda radical y Bolsonaro a la extrema derecha, los dos comparten rasgos autoritarios similares. El enfrentamiento entre estos mandatarios con ideas compartidas es la crónica de un conflicto anunciado: hay cientos de miles de venezolanos que se resguardan en las fronteras de Brasil y Colombia; los presidentes Bolsonaro y Duque aborrecen a Maduro, y ambos son afines al presidente estadounidense, Donald Trump, y él simpatiza con ellos. Una estrategia conjunta de las fuerzas armadas de ambos países, con un respaldo más o menos discreto de Estados Unidos, es cada vez más posible, especialmente mientras la región vira hacia la derecha.

La Alianza del Pacifico —integrada por Colombia, Chile, Perú y México— ahora tiene a tres gobiernos de derecha o centroderecha. Argentina, en medio de su enésima crisis financiera, puede —a pesar de todo— reelegir al conservador Mauricio Macri. Los únicos sobrevivientes de la “marea rosada”, que dominó la región desde el inicio de este siglo hasta 2015, son Uruguay, Nicaragua y Bolivia. El nuevo gobierno de izquierda de México estará cada vez más aislado en la región, pues tiene que lidiar con sus múltiples conflictos con Estados Unidos.

No es un panorama favorable para América Latina. De 2003 a 2012, la región atravesó un largo periodo de crecimiento sostenido que fue posible, en gran medida, por los precios altos de las materias primas. Después se produjo una desaceleración en 2013, cuando los precios cayeron y estallaron escándalos de corrupción en casi todo el continente. Pero las instituciones se mantuvieron firmes la mayor parte del tiempo y en la mayoría de los países. La democracia solo estaba amenazada por un grupo de líderes que querían perpetuarse en el poder a través de mecanismos electorales, aunque de legitimidad cuestionable.

Esta situación está comenzando a cambiar. Las señales de alerta son ineludibles: los regímenes autoritarios de izquierda en Nicaragua y Venezuela; un presidente en Brasil de derecha y con ideas neofascistas, que ya comenzó a instaurar con una velocidad asombrosa; un presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, encerrado en sí mismo y que no está dispuesto a defender los derechos humanos ni la democracia en la región —y que también presenta rasgos autoritarios—, y un presidente en Bolivia, Evo Morales, que planea reelegirse por cuarta ocasión, con lo que llegaría a veinte años en el poder. En América Latina ya no es inconcebible un escenario en el que colapsen las instituciones democráticas y peligre el respeto a los derechos humanos.

El gran ausente, para bien o para mal, es Estados Unidos. Casi con certeza, ese país no va a desempeñar un papel protagónico en ninguna de estas crisis que están por venir o que ya son una realidad. Quizás la excepción sea un respaldo torpe a Brasil y Colombia para derrocar a Maduro por la fuerza. Pero con seguridad el gobierno estadounidense no liderará los esfuerzos por mantener al hemisferio alejado de las tentaciones autoritarias ni tampoco lo dirigirá hacia una mayor responsabilidad colectiva.

Dada la tendencia del presidente Trump a empeorar las cosas en todas partes, este desinterés puede ser bueno. Pero la pasividad de Estados Unidos implica un contrapeso menos en una región que necesita tantos como sean posibles.

Jorge G. Castañeda es profesor de la Universidad de Nueva York, miembro del consejo de Human Rights Watch y columnista de opinión de The New York Times. Fue secretario de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003.

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