Bombardear libros

En la noche del 25 al 26 de agosto de 1992, la artillería del Ejército ultranacionalista serbio apuntó a Sarajevo con un único objetivo: destruir la Biblioteca Nacional de Bosnia. Durante semanas y hasta meses, páginas ennegrecidas por el fuego flotaron sobre la ciudad, introduciéndose en las casas a través de los cristales destrozados de las ventanas.

Aquel fue el evento más trágico de la reciente historia cultural europea. Se perdieron unos 600.000 volúmenes, el 40% de los fondos. Tres meses antes, el Ejército de Karadzic ya había devastado el Instituto Oriental y destruido una de las mejores colecciones de literatura medieval en árabe, persa y turco y documentos valiosísimos en cuatro alfabetos: latino, árabe, cirílico y bosnio antiguo. Con este afán por borrar la memoria colectiva de un pueblo, los ultranacionalistas serbios completaban su intento de genocidio de los bosnios.

Desde el fin de las hostilidades, la reconstrucción de la Biblioteca de Sarajevo fue tarea prioritaria para los bosnios. Sus 108 empleados se habían reducido a 69. Algunos murieron en la guerra, otros huyeron como refugiados, otros simplemente desaparecieron. Los supervivientes iniciaron la recuperación de los fondos y editaron una revista, Bosniaca, para recobrar el pulso intelectual de la institución. Se inició entonces el debate sobre qué hacer con las ruinas: ¿preservarlas como memoria de la ignominia o reconstruir la biblioteca? Se optó por la segunda opción, iniciándose los trabajos en noviembre de 1995 con la ayuda de Austria, la Unión Europea, el Banco Mundial y la Unesco. Y estos días se produce la buena noticia de la inauguración de la fachada de la Biblioteca de Sarajevo, cuya rehabilitación ha sido posible gracias al Ministerio de Cultura español, que ha destinado a ello un millón de euros.

Cuando visité Sarajevo pocos años después de la guerra, pedí visitar las ruinas de la biblioteca, un edificio terminado en 1896, cuando Bosnia formaba parte del imperio austrohúngaro. Entonces albergaba el gobierno municipal y en 1951 pasó a ser la sede de la biblioteca. El arquitecto vienés Carl Patch lo proyectó en estilo modernista con acentos orientales, recordando la herencia turca de Bosnia y subrayando su mosaico de culturas: la turca y la judía sefardí, la ortodoxa y la vienesa. Fue esa memoria colectiva multicultural lo que Milosevic quiso destruir.

Durante mi segunda visita, hace tres años, la biblioteca ya tenía abiertas varias salas de lectura, su catálogo era accesible online y había iniciado una importante labor de reedición de textos clásicos. Esos días albergaba una intervención de Jannis Kounellis, quien bloqueó con libros, piedras y máquinas de coser las 12 puertas del atrio, llenando así lo vacío para intensificar el dramatismo de la ausencia causada por la destrucción. Algunas puertas estaban pintadas de blanco, blanco de la nada que queda tras una limpieza étnica, el mismo que refulge aún hoy en los enormes cementerios musulmanes donde yacen las víctimas de la guerra.

Nuestro pasado está lleno de episodios de quema de libros, desde la Inquisición hasta los totalitarismos del siglo XX. Pero nunca como en la guerra de los Balcanes se quiso destruir a conciencia una biblioteca nacional. Y ese furor de aniquilamiento, esa fría voluntad de arrasar una cultura, encontró precisamente en la literatura su alimento.

Como denunció el escritor bosnio Dzevad Karahasan, la literatura ayudó muy activamente al resurgir del nacionalismo radical serbio. A finales del siglo XX, célebres poetas como Cosic o Jaksic (¿quién les ha exigido responsabilidades?) escribían: "Hermanos, ¡meteros en la sangre! ¡Quemad la aldea! ¡Lanzad a las llamas a los niños vivos!". El resto, ya lo conocemos: los líderes políticos aprovecharon la exaltación nacionalista que los poetas sembraron para iniciar, con el asentimiento de una parte de la población serbia, la limpieza étnica en la antigua Yugoslavia. Y especialmente en la multiétnica, multicultural y multireligiosa Bosnia-Herzegovina.

Hablando de nacionalismos, una vez me dijo Juan Goytisolo que "el de los extremistas serbios y croatas tiene muchas semejanzas con el ultranacionalismo español: la España sagrada, por un lado, y la Serbia Celeste, por otro; el rey don Rodrigo y el príncipe Lazar... Cambias los nombres y ves lo mismo". Goytisolo tenía razón: no sólo en los Balcanes sino también en el Occidente europeo, algunos escritores y periodistas siguen apelando a los instintos más bajos del ser humano, como la arrogancia que enaltece una nación por encima de las demás.

La sociedad debe rechazar esos cantos de sirenas si no quiere que negros pedazos de páginas de libros vuelvan a flotar sobre una ciudad.

Monika Zgustova, escritora. Su última novela es La mujer silenciosa.