Bombas que matan sin cesar

El ingenio y la inventiva aplicadas al mal no sólo son capaces de inventar armas de destrucción masiva, armas muy sofisticadas, denominadas "limpias" o "inteligentes", sino que también puede fabricar armas carentes de artificio pero arteras y de diabólica eficacia. Por ejemplo, las bombas de racimo que liberan una miríada de bombas más pequeñas, ambas letales por igual.

Era menester inventarlas, es una cuestión de economía: un único ingenio tiene un efecto multiplicador de forma que sus vástagos horadan el suelo donde los niños irán a jugar y morir pues algunos no estallan de manera inmediata. Y así quedan ahí prestos, a la menor oportunidad, a despedazar o arrancar una pierna o un brazo; o, simplemente, a matar.

El avión, que sobrevuela un vasto territorio, lanza unas cuantas bombas de factura clásica que se abren como un paracaídas a manera de material de reserva que cae al azar… Su presencia no siempre es perceptible, al menos para los niños. Pero ahí están para llevar la muerte consigo como si el destino les hubiera concedido una prórroga. Sí, es menester matar pero no el mismo día ni al mismo tiempo.

Me acordé de una crónica periodística que denunciaba el empleo de estas bombas; un político declaraba que tales bombas de racimo son "una pequeña maravilla ya que nos permiten economizar dinero, material explosivo y munición". Claro y contundente. El declarante, que tal vez tenga hijos y mantenga una vida familiar normal, ha aprendido que no hay que molestarse en abrigar inquietudes morales.

La organización Human Rights Watch ha realizado una película cuyas imágenes no precisan comentario: basta mirarlas para comprender que estas armas son si cabe más peligrosas debido a su carácter solapado, discreto, reservado y, al propio tiempo, aterrador.

Empleadas por primera vez durante la Segunda Guerra Mundial y posteriormente en Vietnam en 1967, en Kosovo en 1999, en Iraq en el 2003 y en Líbano en el 2006, son objeto de elección por parte de los estados que las descargan tranquilamente sobre países en guerra. La reglamentación internacional no prohíbe su empleo en tanto que el efecto retardado de tales ingenios - que afecta sobre todo a civiles- es de dominio público. Según un informe de la organización de las Naciones Unidas, el 98% de sus víctimas son civiles. Los 70 países propietarios de reservas de armas de este tipo (Estados Unidos posee más de un millardo) no se plantean tal género de cuestiones. Eso se lo dejan a los cientos de miles de familias que han perdido uno o varios de sus miembros durante o después de los conflictos de referencia. Y el caso es que millones de estas pequeñas bombas aguardan su hora para estallar en el Sudeste Asiático, África, Afganistán u Oriente Medio.

Según la película de Human Rights Watch, Israel lanzó cuatro millones de bombas de este tipo sobre Líbano durante la guerra del verano del 2006. Los equipos de las Naciones Unidas han detectado 359 lugares en ese país donde se han empleado tales bombas. Más de cien mil aún no han estallado. Hizbulah lanzó asimismo bombas de racimo de fabricación china entre los cuatro mil cohetes dirigidos contra el norte de Israel.

Para que los civiles dejen de ser víctimas de tales ataques sólo tienen que enfundarse uniforme militar y devolver el golpe. Sólo que tal respuesta no logrará más que la generalización de la barbarie, porque la brutalidad de los estados y de sus mercaderes de armas ya no reparan lo más mínimo a la hora de degenerar en barbarie pura y simple.

La prohibición de tales armas debería constituir la iniciativa más natural y lógica. Ni tan sólo harían falta discursos ni manifestaciones. Sin embargo, los numerosos estados en posesión de estas armas no están dispuestos a renunciar a este tesoro de muerte, tanto una muerte inmediata como aplazada.

La Unión Europea debería también reaccionar, considerar el tema como una cuestión de principio y esforzarse activa y denodadamente por prohibir definitivamente estas armas que matan incesantemente.

Tahar Ben Jelloun, escritor. Premio Goncourt 1987. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.