¿Bordeamos el precipicio?

El presidente de la Comisión Europea, el portugués Durão Barroso, nos advertía hace poco de que España se encontraba «bordeando el precipicio», en referencia a nuestra situación económica. También por esas fechas las agencias de calificación rebajaban el rating de España y de sus bancos.

Tres eran las preocupaciones de las autoridades de Bruselas y de tales agencias calificadoras. La primera, que no cumpliríamos en este año el compromiso de un déficit público del 6% del PIB que habíamos aceptado. La segunda, que era bastante probable que nuestras entidades financieras necesitasen de importantes recursos de capital a la vista de los activos que tenían en sus balances y a las nuevas normas de cobertura que podrían establecer las autoridades europeas en las próximas semanas. Finalmente, el escaso o negativo crecimiento de la producción española en los próximos años, lo que haría muy difícil la reducción de la cuantiosa cifra de parados de nuestro país.

Si partimos de que durante el segundo trimestre de este año el déficit público, según el Instituto Nacional de Estadística, se elevó hasta el 9,9% del PIB, de que la recaudación tributaria en julio y agosto -últimas cifras conocidas- fue sustancialmente inferior a la de los mismos meses del pasado año, y de que los datos de paro a la altura de septiembre parecen apuntar a un estancamiento de la economía española en la segunda mitad de este ejercicio, no resulta muy arriesgado pensar que el déficit de este año superará el 6% y pueda, quizá, aproximarse al del anterior, que fue de un 9,3% del PIB. Un verdadero desastre para la credibilidad de nuestro país y para el Gobierno que tenga que enfrentarse a sus consecuencias en el próximo mes de marzo, cuando se conozca su valor final en 2011.

Los nuevos ingresos que anuncia la vicepresidenta del Gobierno, Elena Salgado, un tanto a la desesperada para cumplir el compromiso -4.000 millones de euros- y los menores gastos que pretende por el reconocido procedimiento de dejarlos para después -menos de mil millones- no tienen entidad suficiente para arreglar el desaguisado que se avecina.

La disminución de los ingresos, pese al aumento de las tarifas impositivas, es consecuencia de la caída de la actividad económica en la segunda parte del año. Pensar, como hizo el Gobierno, que se podía aumentar permanentemente la recaudación elevando los tipos de gravamen del IVA y de otros tributos era desconocer como funcionan los impuestos durante las crisis. Lo que hizo el último aumento del IVA, en dos puntos de porcentaje y anunciando a bombo y platillo esa subida varios meses antes, no fue más que provocar un fuerte adelantamiento de las compras. Después, compras y recaudación volvieron a caer absorbiendo el adelanto.

Pero, además, a ese efecto nulo en su conjunto se le ha ido sumando posteriormente otro muy negativo sobre el consumo derivado del aumento de los tipos de gravamen. Al final, la subida impositiva ha agravado aún más la crisis y disminuido la recaudación tributaria. La lección es muy clara. En una crisis pueden esperarse pocos ingresos adicionales de las subidas de tipos impositivos, porque la recaudación tiende a reducirse al hundirse aún más las expectativas racionales de los consumidores, que es el efecto más claro de tales subidas.

La experiencia española de 1996 convalida justamente la política contraria. Si se disminuyen tipos impositivos cuando las expectativas de familias y empresarios comienzan a mejorar, esas expectativas se elevan e impulsan más rápidamente la economía, logrando así una recaudación mayor. Por eso la conclusión de estos hechos es la de que, si queremos que la deuda pública no crezca y que los mercados no nos penalicen fuertemente, hay que equilibrar rápidamente el presupuesto y para eso el camino más seguro, aunque difícil y doloroso, es el de reducir drásticamente los gastos públicos que menos afecten a la renta disponible de consumidores y empresas y menos reduzcan las posibilidades futuras de crecimiento.

Hay muchos gastos -muchos más de los que nos figuramos- que cumplen sobradamente tales requisitos. Seleccionarlos con buen criterio es tarea difícil, porque detrás de cada uno de ellos suelen ocultarse intereses muy concretos y poderes muy fuertes, pero es ahí en donde un Gobierno responsable tiene que actuar más rápidamente y sin contemplaciones. No existe otro camino.

En cuanto al sistema financiero, casi todos coinciden en que, si los requisitos de capital mínimo se elevan y, además, se imponen recortes en la valoración de la deuda pública de los países periféricos, entre ellos España e Italia, nuestros bancos y otros muchos de la Unión Europea van a necesitar importantes cantidades de nuevo capital que resultará difícil de obtener privadamente cuando, además, se amenaza con prohibir la distribución de dividendos si la entidad ha percibido o percibe alguna ayuda pública.

Por eso, lo más probable sería que el nuevo capital tuviera que suministrarse por las autoridades nacionales o comunitarias, lo que implicaría una nacionalización total o parcial de las entidades financieras. Pero seamos sensatos. Cuando el problema se deriva de la mera valoración preventiva de una deuda pública que, de hecho, los bancos han tenido que adquirir casi obligadamente para ayudar a sus Estados emisores, la solución de exigirles más capital para compensar posibles pérdidas de esa deuda aún no realizadas no tiene sentido. Redúzcase el valor de la deuda pública en los balances bancarios si efectivamente se produce el default del Estado emisor y por la cuantía en que no vaya a reembolsarse su deuda, pero no preventivamente como ahora se pretende, porque por ese camino se terminará, pronto y sin remisión, declarando en quiebra a todos los bancos de la UE.

Aparte, quizá la estrategia de acumular más capital por encima de ciertos límites no sea la más adecuada para obtener la confianza de los mercados. Más bien parece que sólo constituiría una buena coartada para supervisores que no sepan ejercer su tarea. Solicitar muchos documentos e informes y todos por triplicado ha sido siempre una confortable excusa de burócratas ineficientes.

Además, las entidades financieras españolas, como las de otros países que experimentaron burbujas inmobiliarias y siguieron el modelo japonés de esperar tiempos mejores que resolvieran por si solos el problema, continúan hoy manteniendo en sus balances activos inmobiliarios que tardarán mucho en liquidarse y préstamos de alto interés concedidos por organismos públicos -FROB y otros similares- para dotarles de liquidez.

Pero ni los mercados están ahora para absorber de golpe todos esos inmuebles ni los bancos pueden ponerlos en venta sin deteriorar fuertemente su solvencia. Se necesitarán largos periodos de liquidación de tales activos y préstamos y, en consecuencia, largos periodos de sequía en el crédito bancario, con graves repercusiones en el crecimiento económico y en la absorción del paro.

por eso, quizá, una solución más rápida podría consistir en compensar tales créditos con inmuebles a su coste neto contable, descontando las provisiones ya efectuadas, que a estas alturas no serán pocas. Pero habría que plantear esta singular dación en pago, costosa para el contribuyente, exigiendo simultáneamente responsabilidades a los gestores que, con decisiones de enorme riesgo o simplemente interesadas, generaron este grave problema. Junto con una fuerte reducción de las emisiones de deuda pública por la efectiva disminución del déficit, ese cambio de créditos públicos por inmuebles podría hacer que rápidamente fluyeran más fondos hacia el sector privado.

El tercer aspecto que preocupaba era el de nuestro reducido crecimiento. Como en otras ocasiones he reiterado, el crecimiento de nuestra producción exige cambios radicales en la estructura productiva y dosis muy elevadas de confianza en nuestro país. Pongamos en marcha programas de reformas profundas en las relaciones laborales, en el suministro de energía, en la configuración de nuestro sector público, en la formación de nuestros trabajadores y empresarios, en la integración de nuestros mercados y en tantos y tantos otros aspectos que necesitamos con urgencia para impulsar a esta importante Nación hacia el mundo globalizado del siglo XXI. La confianza se ganará en muy poco tiempo, aunque los efectos de las reformas tarden en llegar.

Hay que ser optimistas porque existen soluciones para nuestros problemas. Pero, a la vista de la situación actual, de las muchas ideas desquiciadas de algunos dirigentes políticos con las que nos desayunamos cada mañana y de la total inacción de un Gobierno terminal, ¿creen de verdad que hoy no nos encontramos bordeando el precipicio?

Por Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de El Mundo.

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