Hemos pasado más de medio siglo hablando de Borges y leyéndolo por todos lados. El primero que me habló de él en Chile, con admiración y con alguna malignidad fue Alejandro Jodorowsky en el techo de una casa colonial de la calle Lira donde ensayaba el coro de la Universidad de Chile. En el terreno de atrás había un hospicio, y los hospicianos, vestidos con capotes militares dados de baja, nos gritaban y nos hacían morisquetas. Me parece hoy que esos hospicianos, con sus capotes y sus cabezas rapadas, eran precursores de algo que no podíamos definir.
En esos años yo regresaba de la Universidad de Princeton y el director de Protocolo del Ministerio de Relaciones me llamó un día y me dijo que llegaba a Santiago a una conferencia panamericana el ministro peruano, que era una persona a quien le gustaban las mismas cosas raras que a mí.
¿Qué cosas?, la historia, la poesía, la lectura, esas cosas.
El ministro peruano se llamaba Raúl Porras Barrenechea, y traía una delegación de tres o cuatro embajadores.
Acompañé a la delegación peruana a sus habitaciones en el Hotel Carrera. Ellos abrieron sus maletas y la primera maleta que se abrió tenía un pesado crucifijo de marfil colocado encima de la ropa.
En las reuniones, en la planta baja del mismo hotel, se comenzaba a debatir con aspereza el tema de la revolución cubana.
Salimos a la calle la primera tarde y el señor Porras Barrenechea me pidió que lo llevara a librerías de viejo. Conversamos de temas diversos y el ministro me dijo que los jóvenes de mi edad en Lima, en su mayoría alumnos suyos, leían las mismas cosas que yo. En otras palabras, leíamos a Borges, y a él no le interesaba el Borges especulativo, lleno de complicaciones filosóficas, sino el Borges de sus primeros versos, el de patios modestos, callejones, gallineros, rincones de las afueras de Buenos Aires. Era la poesía de Fervor de Buenos Aires. Ahora tengo la impresión de que a Vargas Llosa le interesa poco el Borges poeta. Acabo de leer con atención casi todos los poemas de ese primer libro y me atrevo a decir que me siento cerca de la visión del ministro Porras Barrenechea, con su simpatía por un Buenos Aires de arrabales, confines, callejuelas, atardeceres suaves y provincianos.
El joven Pablo Neruda, escribió desde Birmania, donde ejercía funciones consulares, que Borges era «libresco» y que a él le interesaba poco.
Hace algunos años, Pepita Delgado crítica y biógrafa muy conocida, me llevó una tarde a visitar a Borges en su departamento de la calle Maipú del centro de Buenos aires.
Coincido con el texto de Vargas Llosa en que la austeridad de Borges, en su departamento de dos habitaciones, es sorprendente, franciscana. Había un gato de pelo amarillo que se paseaba entre nosotros y que se llamaba Beppo, como el gato de Lord Byron. Jorge Luis Borges, porteño, británico, degustador de la prosa de Robert Louis Stevenson, me dijo que había tenido correspondencia con Alberto Rojas Giménez, poeta chileno sólo conocido por la elegía que escribió Neruda en Barcelona al conocer su muerte. «Entre telegramas, entre plumas que asustan, Alberto Rojas Giménez viene volando». Se sabe que Neruda, entonces joven, y un pintor chileno ahora olvidado, encendieron un cirio, entre miniaturas de barcos que colgaban del techo, en la iglesia gótica y legendaria de Santa María del Mar. Rojas Giménez, de Valparaíso, había escrito unas líneas de alabanza de Fervor de Buenos Aires, en uno de los diarios y revistas del puerto chileno, y Borges le escribió entonces desde Argentina. Este es el Borges poeta, algo diferente del que nos muestra ahora Vargas Llosa. Después supimos que Rojas Giménez había bebido copas de vino caliente en la Posada del Corregidor, a pocos metros del Mercado Central de Santiago de Chile, y que había dejado su chaqueta en garantía del pago de la cuenta, y que había dormido en la calle en una noche de frío glacial, y había muerto de pulmonía «entre plumas que asustan, entre telegramas...».
Borges me contó que conocía su poesía, escrita en cuadernos escolares, ligeramente whitmaniana, llena de enumeraciones libres, anacrónica y anarquizante, y bajé al bullicio de la calle Maipú. Borges me alcanzó a recitar algunos versos de Ángel Cruchaga Santa María, poeta que era rojo de color, altamente diabético, y me imagino la muerte de Rojas Giménez en las cercanías de la Estación Mapocho, de los terminales de pesca del mercado, de un restaurante de poetas extraviados que se llamaba «La Piojera», y que era digno de ese nombre, y creo que me persigno en la trepidante oscuridad, y miro ese cirio que cuelga entre ojivas y restos de incienso. Me parece que el acompañante de Neruda en ese extraño homenaje había sido Israel Roa o Isaías Cabezón, que llegaban a la antigua Barcelona desde la Alemania de Hitler y habían corrido peligro de sus vidas debido a la naturaleza bíblica y semítica de sus nombres. El Borges de la calle Maipú me había hecho preguntas sobre Joaquín Edwards Bello y me había dicho que recordaba la tapa de uno de sus libros. El título, «El Roto», ¿no es así?, y el nombre del personaje principal, «Esmeraldo», ¡Así es!
Borges agregó unas palabras que son perfectamente justas y que pueden parecer un poco burlonas:
¡Es mucho! ¿no?
El capítulo del libro de Vargas Llosa sobre las ficciones de Borges me parece maestro, indiscutible.
Borges tiene un talento capaz de transformarlo todo, hasta una pelea a cuchillo en una región improbable, y casi siempre en un sur inventado por él, y que quizá es el sur de todos nosotros, en ficción literaria. Esto podría querer decir que vivimos en un universo inventado por Borges y que quizá no somos personas normales sino personajes de un relato suyo. Esto sería un tema para una nivola unamuniana y Borges entonces sería un dios ciego que nos mueve a su regalado gusto.
Jorge Edwards es escritor.