El día en que Guillermo Zapata tuvo la desdichada ocurrencia de emitir aquel mensaje incalificable estaba muy lejos de imaginar que cinco años después tendría que presentarse ante el juez para hacer frente a una exigencia de responsabilidad penal. El 31 de enero de 2011, cuando era un oscuro director cinematográfico, activista social y aficionado al humor negro, lanzó el infame tuit: “Han tenido que cerrar el cementerio de las niñas de Alcácer para que no vaya Irene Villa a por repuestos”.
La irrelevancia del autor explica la limitada repercusión del texto, que pasaría a ocupar algún espacio olvidado de la nube informática, de donde fue rescatado el 13 de junio de 2015, algunas horas después de que el señor Zapata fuera designado por la recientemente elegida alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, para desempeñar el cargo de Concejal de Cultura.
La historia posterior es conocida. La presión social sobre el autor del despropósito provocó su dimisión, aunque fuera compensado con otro puesto más discreto dentro del gobierno municipal, pero no pudo evitar que la tempestad que originó la noticia diera lugar a un intenso debate público y que la autoridad judicial, tras una secuencia de autos de ida y vuelta entre la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional y el juez instructor, decidiera sentarle en el banquillo.
Este episodio me vino a la memoria con la noticia de que los periodistas Andrés Gil y Ana Pardo de Vera borraron miles de tuits cuando sus nombres circularon como posibles presidentes de RTVE. La eliminación de los mensajes puede parecer una cuestión trivial, pero encierra algunos motivos de reflexión.
En primer lugar, revela que el nombramiento para un cargo público, incluso el mero anuncio de esa posibilidad, altera el juicio de la opinión pública sobre la vida anterior del candidato, de modo que hechos desconocidos o carentes de interés hasta entonces pasan súbitamente a cobrar un nuevo significado.
Aunque resulte paradójico, el poder hace más vulnerables a quienes lo ostentan al quedar sometidos a un permanente escrutinio sobre su pasado. Esta conclusión fue dolorosamente descubierta por Màxim Huerta cuando se vio obligado a dimitir, antes de cumplir la primera semana como ministro de Cultura, por haberse descubierto que el TSJ de Madrid le había condenado unos años atrás por fraude fiscal.
Sin embargo, pese a las similitudes hay alguna diferencia importante entre estos casos. Huerta no fue el autor de la información comprometedora, ni mostró interés en su divulgación, sin embargo, Zapata redactó y difundió el tuit por decisión propia en un momento en que previsiblemente sus expectativas no pasaban por llegar a un puesto público influyente, confiado en la suposición de que el volumen de mensajes que circulan en la red asegura prácticamente la impunidad a sus emisores.
Probablemente, los citados periodistas eliminaron sus tuits porque se había activado en su mente el recuerdo de este precedente y la incertidumbre de haber podido incurrir en algún comportamiento impropio, tolerado en el momento en el que se produjo pero inaceptable en su nueva posición, lo que supondría un reconocimiento implícito de frivolidad o ligereza que pretendió eludirse mediante el borrado masivo de mensajes.
Podrá alegarse que se trata de una medida prudente frente al riesgo que representa el agudo instinto inquisitorial de una sociedad que persigue con insistencia a los personajes públicos, pero este argumento pierde fuerza cuando quienes lo esgrimen son precisamente los mayores críticos con unos hábitos que han venido supuestamente a regenerar. En contraste, las mismas fuentes que informan del borrado de los tuits señalan que otro de los periodistas mencionados: Arsenio Escolar, no eliminó ninguno.
No cuestiono que se trate de conductas lícitas, pero es obligado preguntarse si se debería otorgar la confianza para el desempeño de un cargo público a quien oculta su pasado, hasta el punto de destruir las señales que él mismo ha dejado. Este proceder resulta agravado cuando su autor se presenta como paladín de la limpieza y la transparencia.
La transparencia es una exigencia fundamental en una sociedad avanzada, especialmente en la actividad pública, por múltiples razones que no parece necesario detallar. Baste con recordar que el adecuado funcionamiento de una democracia demanda que cuando un político solicita la confianza del electorado esté obligado a ofrecer, en lógica correspondencia, toda información relevante sobre su pasado para que los votantes puedan decidir con conocimiento suficiente. Este deber de transparencia también alcanza a las personas designadas para desempeñar un cargo público.
El reconocimiento de la importancia de la transparencia se ha convertido en un lugar común en nuestros días, pero de ello no se puede derivar su consideración como panacea para resolver el problema de la corrupción y asegurar la limpieza en la aplicación de las reglas. No se trata de objetar la necesidad de transparencia, sino de aceptar que no es un valor absoluto y que deberá compatibilizarse con otras exigencias, como el respeto a la intimidad o la obligada discreción.
Aunque pueda sorprender, transparencia y discreción no son principios opuestos sino complementarios. Más aún, son interdependientes porque sin discreción la transparencia no siempre será posible, del mismo modo que la información no fluirá en determinados casos si no se asegura la necesaria reserva sobre su origen. Este argumento explica el celo con el que los medios de comunicación defienden el mantenimiento del secreto de sus fuentes.
Sobre el origen y las consecuencias de la demanda irrestricta de transparencia ha escrito en términos muy claros y contundentes el filósofo de origen coreano Byung-Chul Han: “La sociedad de la transparencia es una sociedad de la desconfianza y de la sospecha, que, a causa de la desaparición de la confianza, se apoya en el control. La potente exigencia de transparencia indica precisamente que el fundamento moral de la sociedad se ha hecho frágil, que los valores morales como la honradez y la lealtad pierden cada vez más su significación.”
El afán desmedido de transparencia puede delatar una cierta patología colectiva característica de una sociedad de voyeurs, con la peculiaridad de que, en el ámbito de la red, no sólo la intimidad puede ser acechada sin nuestro consentimiento, sino que también se puede mostrar voluntariamente, de modo que el mirón ya no tiene que ocultarse para observar por el ojo de la cerradura, cuando al otro lado hay un exhibicionista.
“Lo que no quieras que se sepa, no lo hagas”. Fue el sencillo y sabio consejo que me dio mi madre cuando era un adolescente. La memoria de nuestros actos nos persigue, tanto en el plano íntimo como en el social. Podemos intentar borrar las huellas del pasado, pero eso no cambiará los hechos que son irrevocables y, por ello, nunca estaremos seguros de que todo rastro pretérito ha sido eliminado, lo que nos condena a vivir con el temor de que su recuerdo pueda aflorar del modo menos oportuno.
La pretensión de borrar las huellas además de ser dudosamente eficaz es una actitud controvertida cuando se trata de un personaje público. Resulta inevitable estar en desacuerdo con uno mismo por lo escrito o declarado a lo largo de la vida. Pensar es justamente revisar las convicciones y modificarlas cuando se consideran equivocadas. Asumir con gallardía el propio pasado, aceptar la correspondiente responsabilidad y reconocer los errores son manifestaciones de dignidad y altura moral exigibles a quienes aspiran a desempeñar una función pública.
La confianza no es un derecho que se pueda exigir, sino un don que se debe merecer. Con razón el lenguaje utiliza términos como solicitar u otorgar para referirse a la confianza, que consiste, en definitiva, en una presunción favorable sobre el comportamiento futuro de alguien y, por tanto, necesita fundarse en el conocimiento previo de la conducta del otro. Restringir u ocultar deliberadamente la información cuando es debida equivale a defraudar a aquel a quien se demanda la confianza.
Ángel Bizacarrondo es inspector de finanzas del Estado. Ha sido director general del Ministerio de Hacienda y director del Centro de Estudios Garrigues.