Borràs, Pujol y el culto a la mentira en Cataluña

La expresidenta del Parlament de Cataluña, Laura Borràs, presta declaración en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña el pasado lunes.
La expresidenta del Parlament de Cataluña, Laura Borràs, presta declaración en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña el pasado lunes.

Cuando nos decimos a nosotros mismos, de una manera íntima, que poseemos, como mínimo, la dignidad inherente a cualquier otro ser humano, indudablemente tenemos razón. Pero es también sano reconocer cuánto hay en ello de elevación a lo abstracto, desde nuestro fuero interno, de un mero juego o ilusión intelectual.

Para ser sinceros con lo que nos rodea, lo cierto es que es la sociedad en su conjunto la que otorga dignidad a un cargo público, ya sea dignidad profesional o, más genéricamente, la dignidad del ciudadano.

Por eso, como miembros de esa sociedad, no podemos permanecer callados cuando escuchamos barbaridades cómo las que se oyen estos días en Cataluña en el sentido de que hubiera sido mejor que Jordi Pujol no hubiera hecho su confesión sobre el dinero que tenía escondido en Andorra.

El argumento propagandístico empezó hace unas semanas por todos los frentes, desde Artur Mas a los tertulianos más publicistas de TV3. La tesis que se intenta impregnar poco a poco es que Pujol habría hecho tanto por Cataluña que sus logros, puestos en una imaginaria balanza, superarían los desperfectos provocados por su desliz patrimonial. Un desliz convenientemente pintado para esa tesis como algo "menor".

Puestas así las cosas (es decir, aceptada con una indulgencia delirante esa premisa) el siguiente paso es que hubiera sido mejor que Pujol guardara el secreto para no enturbiar su herencia política patriótica.

Afortunadamente, más de la mitad de la población catalana no acepta la premisa de partida, ya que opina que es más que discutible que Pujol haya sido beneficioso para la región. De hecho, muchos piensan que ha sido enormemente perjudicial y que trazó el camino supremacista que nos ha llevado al actual callejón sin salida.

Pero, para el nacionalismo, conseguir que en lugar de una unánime condena haya controversia al respecto (relativizar los hechos con un debate retorcido) ya significa un logro.

No podemos caer en la ingenuidad de ignorar en qué momento está el catalanismo. Porque ahora  ha empezado por fin el juicio a la nacionalista Laura Borràs por un asunto similar de abuso político en el uso del dinero.

Los casos son diferentes en su trayectoria, pero el subtexto que intenta vender el nacionalismo es muy parecido y conveniente para él: se puede delinquir si con ello, supuestamente, se beneficia a la patria.

Aceptar mansamente razonamientos de ese tipo es una perversidad social gigantesca. La sensación de seguridad que debe transmitir una sociedad sana es un fundamento básico que explica y justifica la construcción de cualquier ente colectivo de ese tipo.

Si una sociedad rinde culto a la mentira y la homologa como arma con propósito político le roba a sus ciudadanos la confianza en el mundo. Sin confianza en el mundo, el ser humano se siente extraño ante sus vecinos y congéneres.

Cualquier privación de dignidad colectiva, aunque sea meramente retórica, es al fin y al cabo una potencial privación de la vida. Es poner el derecho a la vida en manos de la arbitrariedad.

Llevando la lógica a su extremo, provoca que sea ineluctable el destino de vivir bajo una constante amenaza de muerte. Si les parece exagerado lo que digo, pregúntenle a los judíos cómo se generó la sentencia de muerte universal dictada contra ellos por el nazismo. Pregunten a los vascos cómo, a finales del siglo XX, el asesinato era visto por muchos como algo bien visto socialmente.

Si aceptáramos ese culto a la mentira, cualquier ciudadano catalán veraz y sensato se encontraría en la desconcertante posición que tan bien retrató hace 20 años el escritor francés Jean Améry. La de un hombre cuerdo que participa en una visita guiada a un manicomio y que, repentinamente, pierde de vista a su grupo de médicos y visitantes.

A partir de ese momento, la sentencia social de los locos (dictada arbitrariamente contra o a favor de cualquier persona o cosa) se convierte en algo vinculante y ejecutable frente a lo que la propia claridad de mente no tendría ninguna relevancia.

Para evitar esa situación, lo primero es levantar la voz alto y claro. Hay que negar esa identificación que quiere hacerse de la sociedad catalana con el nacionalismo y no permitir que ese ideario se arrogue injustamente la consideración de representante legítimo del pueblo catalán.

Cuando cualquier tipo de nacionalismo se abate sobre una sociedad, las justificaciones indefendibles, las coartadas intelectuales y el patriotismo como el último refugio de los farsantes se abren paso en ella para satisfacer los propios intereses de esas ideas.

No existe un mundo inmune a la demencia. Hay que luchar siempre contra ella. Nunca se derrota por sí sola. Como catalán, no me fío de esa paz patriótica que pasa por la ocultación de secretos.

Si eso es lo que me ofrece el nacionalismo (que se postula como norma suprema de amor al territorio y al paisaje en el que uno se ha criado), creo que puedo pasarme perfectamente sin esa ley de amores tan sublime.

¿De qué puede servir un amor que rinde culto a la mentira? ¿En qué nos enriquece eso, sea humana, intelectual o moralmente?

Sabino Méndez es compositor musical y guitarrista de Loquillo y los Trogloditas.

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