Quizás no imagina el lector la agradable sensación que supone escribir artículos sobre actualidad política tras haber pasado por un periodo electoral, especialmente si es tan confrontado y agrio como el que acaba de terminar. En tales situaciones, uno anda cauteloso para no contaminar los análisis de la situación con las propias inclinaciones políticas. En cambio, una vez conocidos los resultados electorales, las opiniones fluyen de un modo más fácil y te despreocupas de las interpretaciones interesadas a que pueden dar lugar tus argumentos.
El periodo electoral, es decir, los últimos meses, no han sido otra cosa que la consecuencia de cuatro años de una cierta anormalidad política. Por un lado, el atentado terrorista del 11-M había creado dudas razonables sobre la realidad de la victoria socialista del 2004 que, previamente, nadie se esperaba. No es que el gobierno Zapatero no tuviera legitimidad democrática plena, que por supuesto la tenía, sino que había motivos para pensar que en su triunfo electoral fue decisivo el trauma emocional producido por el atentado. En todo caso, es innegable que muchos consideraban todavía a Zapatero como un presidente, en cierto modo, provisional.
Ello se agravó por razones muy diversas a lo largo de la legislatura. Entre otras, el acuerdo parlamentario con ERC, la comisión de investigación del 11-M, la tramitación del Estatut coreada con un absurdo ¡España se rompe!, la inconsistencia del llamado "proceso de paz", la forma agresiva de hacer oposición del PP, la respuesta del PSOE acusando a los populares de ser la "derecha extrema", los medios de comunicación identificados con partidos políticos, sea la Cope o la Ser. Total, cuatro años dominados por el ruido y la furia. Ruido y furia que ha empeorado en los últimos meses, en las últimas semanas electorales. La demagogia de las subastas sin ton ni son de ayudas, subvenciones y reducciones de impuestos, el recíproco discurso del miedo, los debates televisivos con acusaciones continuas de mentir...
Menos razonar pausadamente, con argumentos consistentes y aceptar que se puede estar de acuerdo en algunas cosas y discrepar en otras, los dos grandes partidos han hecho de todo.
Pues bien, tras el resultado electoral, estoy convencido de que esto se va a acabar. Si le faltaba alguna, Zapatero tiene todas las legitimidades y, además, tanto PP como PSOE tienen motivos para iniciar una nueva etapa con un muy distinto clima político. Es el momento de hacer borrón y cuenta nueva. A ambos les interesa, ninguno de los dos ha obtenido la plena satisfacción de sus aspiraciones electorales y los apoyos con los que parten en esta nueva legislatura son mucho más amplios y sólidos que hace cuatro años.
De entrada, ambos partidos han obtenido mejores resultados. El mismo PP, que ha perdido, ha sido el que más ha incrementado el porcentaje de votos. Además, el resultado electoral ha provocado un mayor bipartidismo. Entre el PSOE y el PP se han repartido el 84% de los votos (antes el 80%) y, en el Congreso, el 92% de los escaños (antes 89%). Ello significa que su dependencia de los pequeños partidos ha disminuido y pueden ponerse de acuerdo en cuestiones de Estado como siempre lo habían hecho hasta la legislatura pasada.
Asimismo, ni PSOE ni PP han crecido lo suficiente por donde más les conviene para estabilizar su voto. En efecto, los socialistas han crecido absorbiendo voto de IU y, en Catalunya, de nacionalistas que se sienten de izquierdas, pero no en el voto centrista necesario para asegurar su opción electoral. Los populares, por su parte, han aumentado su voto pero de manera muy insuficiente en Catalunya, comunidad imprescindible si quieren llegar a la Moncloa. Téngase en cuenta que prescindiendo del resultado en Catalunya, el PP hubiera ganado las elecciones. A ambos, por tanto, les conviene buscar votos centristas: al PSOE en toda España (el voto de los nacionalistas catalanes puede ser muy volátil) y al PP en Catalunya (y, también, en el País Vasco), lo cual supone moderación en las posiciones de ambos. Por tanto, tienen un amplio camino por recorrer en común.
Este camino común debería abarcar los temas en los que es obligado estar de acuerdo: política institucional (no puede ser que todavía no se hayan cubierto las vacantes en el CGPJ y el TC), política territorial cerrando el modelo en clave federal, pacto antiterrorista, política internacional, educación e inmigración. Por último, tampoco les sería difícil ponerse de acuerdo, junto a patronal y sindicatos, sobre algo urgente: un plan para hacer frente a la crisis económica que, al modo de los pactos de la Moncloa de 1977, sentara las bases de un nuevo modelo de desarrollo económico para España.
La imagen de que hay importantes puntos de acuerdo entre los dos partidos redundaría en bien de ambos y daría una serenidad a la vida política que es necesaria para restablecer el crédito perdido en estos años. Probablemente, lo que se les debe pedir a sus dirigentes es que piensen más en el conjunto de la sociedad que en ellos mismos y en sus partidos. Seguramente, todos, incluso ellos y sus formaciones respectivas, saldrían ganando.
Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.