Boyante, pero vulnerable

Por Juan Bengoechea (EL CORREO DIGITAL, 08/10/06):

La economía mundial se encuentra embarcada en la mayor ola de prosperidad de los últimos treinta años. Los augurios para este ejercicio y el próximo son excelentes: el oráculo de Washington prevé crecimientos del Producto Interior Bruto (PIB) próximos al 5%. La expansión parece invulnerable tras haber superado las pruebas de resistencia a las que ha sido sometida: huracanes, petróleo, materias primas, ataques terroristas o guerra de Irak. La ola de prosperidad incluso se ha ensanchado geográficamente al incorporar a Japón y al área del euro. Europa ha visto -¿por fin!- luz al final del túnel, animada por las grandes economías de la zona. De esta forma se han reducido las divergencias en la OCDE, ya que paralelamente Estados Unidos ha moderado su crecimiento. En estas circunstancias, y ante el temor de un repunte de la inflación, los bancos centrales han endurecido las políticas monetarias, lo cual no ha sido óbice para que algunos mercados bursátiles registren máximos históricos.

Parte del mérito de esta bonanza se lo debemos a los países emergentes -China, India, Rusia- que, en paridad de poder de compra, representan ya más de la mitad del PIB mundial. Su éxito está poniendo a prueba algunas de nuestras viejas certidumbres. Así, en contra de lo que cabría esperar, en este ciclo no se ha disparado la inflación, lo cual no es ajeno a la integración de esas economías en el mercado internacional. Sus exportaciones, además de abaratar determinados productos, han debilitado la capacidad negociadora de los trabajadores de la OCDE. Otra aparente paradoja es la existencia de un dólar estable y de unos tipos de interés a largo históricamente bajos, coincidiendo con un enorme déficit exterior estadounidense. Este misterio está relacionado con las compras masivas de bonos del Tesoro americano por parte de los bancos centrales de los países emergentes con objeto de garantizar su estabilidad financiera y la competitividad de sus tipos de cambio.

En estos momentos existe el peligro de que nuestra ignorancia sobre los efectos de la globalización nos lleve a cometer errores. En el caso de los bancos centrales, ese desconocimiento puede conducirles, en su afán por no dañar el crecimiento, a minimizar el riesgo de inflación. Así, resultan significativas las dudas de la Reserva Federal, que teme las consecuencias sobre el sector inmobiliario de un aumento de los tipos de interés. Sabe que una caída incontrolada del precio de la vivienda puede acabar en una recesión, dado el elevado nivel de endeudamiento de las familias. Aún así, a medio plazo el mayor riesgo para la economía mundial proviene de una corrección desordenada de los desequilibrios de balanza de pagos. Unos desajustes que, en opinión del Fondo Monetario Internacional (FMI), no son sostenibles. La pérdida del actual apetito de los países emergentes por los activos en dólares daría lugar a fuertes turbulencias en los mercados financieros y a un rebrote del proteccionismo comercial.

Sobre este telón de fondo boyante, pero vulnerable, las perspectivas a corto plazo de la economía española son buenas: 3,2% de crecimiento del PIB para 2007. De esta forma, continúa haciéndose compatible el proceso de convergencia con la UE, con una capacidad de generar empleo muy superior a la de nuestros socios europeos. Pero estos logros no deben hacernos caer en la autocomplacencia porque, aunque hay indicios esperanzadores, el modelo de crecimiento descansa en la fortaleza del consumo y, en general, de la demanda interna. Y los sectores más dinámicos son de baja productividad y de escaso contenido tecnológico (construcción, hostelería). Un patrón alimentado por las laxas condiciones monetarias de la Eurozona, que están dando lugar a un acelerado endeudamiento de las familias. La contrapartida de todo ello es un abultado déficit exterior que, de manera inevitable, trae a la memoria recuerdos de crisis en un pasado no tan lejano.

En principio cabría que pensar que, tras nuestra incorporación a la Unión Económica y Monetaria, ese déficit no representa como antaño una restricción financiera. Los inversores ya no se fijan en la nacionalidad del deudor, sino en su solvencia, que, en gran medida, es independiente de su país de origen. El problema en nuestro caso es que el desequilibrio exterior está relacionado con la pérdida de competitividad de la economía. El diferencial de precios con nuestros principales socios comerciales tiende a ensancharse, debido a la negativa evolución de los costes laborales y de los márgenes de sectores a resguardo de la competencia (servicios, construcción). El resultado es un retroceso en mercados extranjeros y una creciente penetración de importaciones, cuya principal damnificada es la industria. Este estado de cosas no es sostenible a largo plazo, lo cual significa que, a fin de evitar futuros ajustes del empleo, es preciso atemperar el empuje de la demanda y reforzar nuestra competitividad.

Para remediar ese estado de cosas el Gobierno ha aprobado el Plan Nacional de Reformas, cuyo propósito es incidir sobre aquellos aspectos que limitan el crecimiento potencial de la economía. De momento, su materialización sigue el calendario fijado, pero sus logros puede que no satisfagan las expectativas despertadas. Conviene recordar que en algunas materias el Estado tiene las competencias compartidas con las comunidades autónomas (vivienda, comercio interior). En otros casos el problema radica en el método de consenso que, como se ha demostrado en la reforma laboral, puede convertirse en una cortapisa para abordar temas espinosos (despido, negociación colectiva).

También se echa en falta, a tenor del proyecto de Presupuestos para 2007, un mayor protagonismo de la política presupuestaria en la contención de la demanda interna. Una política que parece vivir una etapa de transición hasta que se despejen las incógnitas sobre el nuevo sistema de financiación autonómica.