La semana pasada, Jair Bolsonaro tomó a los brasileños por sorpresa al anunciar una reforma ministerial más amplia que lo previsto, que incluía la salida del ministro de Defensa. Pero la sorpresa fue aún mayor cuando al día siguiente los comandantes de las tres fuerzas militares renunciaron colectivamente en protesta por la destitución de su exjefe. La distopía brasileña parece no tener fin.
Al fabricar una nueva crisis a través de estos cambios en su gabinete, Bolsonaro pareciera querer sembrar miedo en la sociedad, intimidar a sus adversarios y evitar que los partidos de centroderecha que le dan sustento a su gobierno apoyen su destitución. El objetivo de esta crisis aparentemente era retomar la iniciativa tras el regreso del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva al ruedo político. Sin embargo, en vez de lograr el respaldo de “su ejército” para sus aventuras autoritarias, Bolsonaro tuvo que resignarse con nombrar a tres generales cuya lealtad parece mantenerse lejos de sus designios. La apuesta fallida terminó dejando en evidencia la creciente fragilidad política del capitán retirado, en un momento en el que el número de muertos a causa de la COVID-19 ha llegado a un nuevo récord y las perspectivas económicas no paran de oscurecerse, con el aumento del desempleo y de la inflación de los productos básicos.
A un año y medio de las elecciones, la situación luce cada vez más incierta para Bolsonaro y el factor Lula hace cada día más difícil su reelección, que parecía segura hace unos meses. Está claro que Bolsonaro es un presidente errático que no tiene aún una propuesta integral para sacar a su país de la terrible situación que vive a causa de su mal manejo de la pandemia. Lo que no sabemos es qué hará de aquí en adelante para mantenerse en el poder, si lo hará por el voto o por la fuerza. Ante la irresponsabilidad crónica del ejecutivo federal, los gobiernos estatales y locales, junto con la sociedad civil y la oposición, deben actuar para impedir que el caos sanitario se profundice y que los ímpetus autoritarios del presidente logren materializarse.
Pocos días antes de los anuncios de Bolsonaro, Arthur Lira, el nuevo líder de la Cámara de Diputados y aliado del presidente, había hecho patente su inconformidad ante la gestión gubernamental de la pandemia. Es un signo preocupante porque que la alianza forjada por Bolsonaro con los partidos del mal llamado “centrão” en el Congreso —y que Lira representa— es uno de los tres principales factores de poder de su gobierno.
El segundo factor es la élite económica y también tiene problemas con ella. El 21 de marzo, un grupo de más de 1500 banqueros, economistas y empresarios había publicado una carta con fuertes críticas a Bolsonaro, una muestra del desencanto del sector privado frente a la respuesta del presidente frente al coronavirus. Pero el tercer factor de poder de Bolsonaro, el sector militar, se había mantenido en calma, a pesar de los reiterados intentos de Bolsonaro por romper la institucionalidad militar, que incluyen una tentativa de autogolpe en 2020. Se suponía que el ejército, que ha recibido considerables aumentos de presupuesto con Bolsonaro, era el pilar más fuerte de sus aspiraciones autoritarias y por eso sorprende tanto verlo ahora convertido en el blanco de sus ataques.
Sin embargo, la posición del establishment castrense frente al gobierno Bolsonaro es ambivalente. A contracorriente del discurso oficial, las fuerzas armadas han adoptado medidas de distanciamiento social dentro de los cuarteles para evitar la propagación del virus. Fue esto lo que precipitó la caída del ministro de Defensa, según algunos medios. Pero al mismo tiempo, el ejército ha sido responsabilizado por la tragedia sanitaria, tras el pésimo papel desempeñado por el general Eduardo Pazuello, quien hasta hace pocos días fue ministro de Salud. Al negarse a respaldar las tentativas de politización de las fuerzas armadas, los jefes de la institución militar quieren mostrar su disgusto con los arrebatos autoritarios de Bolsonaro. Pero los militares no pueden mantenerse al margen de la politización cuando, según una encuesta, más de 6000 oficiales ocupan cargos en el gobierno y más de un tercio del gabinete está compuesto por militares de alto rango.
Las próximas semanas serán dramáticas: mientras una proyección de la Universidad de Washington afirma que, en el peor de los casos, Brasil podría terminar el primer semestre de 2021 con casi 600.000 muertes por COVID, Bolsonaro sigue promoviendo el caos, en lugar de trabajar para obtener vacunas y apoyar las medidas de distanciamiento social. Ese es el ambiente ideal para sus sueños autoritarios.
Aunque las encuestas muestran que el presidente es cada vez más impopular, el núcleo duro del bolsonarismo se mantiene firme, en particular entre los evangélicos y los miembros de la Policía Militar (PM). El presidente ha apoyado iniciativas para mantener abiertos los cultos religiosos y motines de la PM para intentar deshacer su subordinación institucional hacia los gobernadores. No ha tenido éxito por el momento, pero en un escenario de mayor tensión esto podría cambiar y quizás las iglesias evangélicas y la PM podrían actuar en respaldo a sus embestidas autoritarias.
Para preservar su poder en 2021 y mantener vivas sus aspiraciones de reelección en 2022, Bolsonaro está jugando con fuego. Los partidos que no lo apoyan y la sociedad civil deberían movilizarse ante la grave situación sanitaria y política actual, y evitar normalizar la participación del ejército o de la PM en la vida pública brasileña. Los gobiernos estatales y locales tienen, por su parte, que perderle miedo al presidente y establecer las medidas de distanciamiento social necesarias para evitar que la pandemia se desborde todavía más. En el frente económico, los gobernadores tienen la posibilidad de adoptar también medidas económicas contracíclicas, como ayudas de asistencia directa a la población, que permitan complementar el nuevo auxilio de emergencia a las personas más pobres y evitar que el hambre regrese a las calles.
Finalmente, el expresidente Lula, quien ha conseguido capitalizar positivamente su regreso a la arena política, debería mantener su postura de apertura y de diálogo para ofrecer una salida política a la dramática situación del país. No es momento de pensar en una “tercera vía” entre Lula y Bolsonaro, sino de actuar para salvar vidas y evitar el deslizamiento hacia el autoritarismo de Brasil.
Gaspard Estrada es director ejecutivo del Observatorio Político de América Latina y el Caribe (OPALC) de Sciences Po, en París.