Lula hizo a Brasil mejor de lo que era, más rico, con menos pobres y con enorme proyección mundial, pero Brasil es mayor que Lula. No es una crítica al que ha sido, sin duda, el presidente más popular del país después de Getulio Vargas, con quien el ex tornero no tuvo problemas en compararse apellidándose también él padre de los pobres en un difícil equilibrio entre popular y populista.
Lula ha contribuido en sus ocho años de Gobierno a consolidar la economía de Brasil, en cuyo territorio caben dos Europas. Tuvo la inteligencia, cuando llegó al poder aclamado por los marginados, de no dejarse arrastrar por los señuelos clasistas de su partido y mantuvo las líneas de rigor económico de su antecesor, el economista Fernando Henrique Cardoso, fundador del Partido Socialdemócrata (PSDB), hoy la mayor fuerza de la oposición, reforzada en las últimas elecciones.
Sus orígenes humildes, su empatía con los más desfavorecidos, su capacidad de gobernar con el corazón, su habilidad para hablar el lenguaje de los menos escolarizados, su carácter extrovertido y hasta sus modales a veces de bar de barrio hicieron a Lula no solo simpático, sino un verdadero ídolo. Aclamado internacionalmente, hasta por Obama, por haber sabido conjugar una política económica neoliberal con una formidable expansión de los programas sociales y del crédito para los más pobres, sacando de la miseria a 20 millones de ellos, acabó convirtiéndose en un mito.
Su popularidad de un 83% se mantuvo hasta el final de su mandato, cuando a la mayoría de los presidentes se les acaba el encanto y empiezan a declinar. Ello le permitió el lujo de gobernar sin oposición, ya que esta se achicó por miedo a ser tachada de enemiga de los pobres, de cuya realidad, él se había apropiado. Ello le llevó a veces a abusar de su popularidad con ciertos ribetes de megalomanía, con su frase más famosa de "Nunca en la historia de este país...". Llegó a ser acusado de creerse que había sido él quién había "descubierto a Brasil". En su defensa de los más necesitados, llegó a dividir injustamente al país y a los políticos entre los que antes de él habían gobernado para los ricos y él, que había descubierto a los pobres. Fue ese eslogan el que le permitió en parte elegir a su candidata, Dilma Rousseff, una buena gestora de su Gobierno pero desconocida excepto por haber militado de joven en la lucha armada en un grupo que propugnaba la dictadura del proletariado.
Como ha subrayado muy bien la ecologista Marina Silva, candidata derrotada en las presidenciales, Lula simplemente contribuyó a la consolidación de la economía del país, junto con los presidentes que le precedieron en los últimos 20 años de democracia como Cardoso o Itamar Franco, artífices ambos del famoso Plan Real, que acabó con la inflación galopante que estrangulaba a los más desfavorecidos y consolidó las instituciones democráticas de las que él se benefició y a las que supo darles continuidad.
Puede que Lula vuelva al poder en 2014. De cualquier modo, ya no sería el Lula del mito. Brasil es ya mayor que él. Es un país que camina con solidez democrática, con instituciones firmes, que se oponen con rapidez a cualquier tentativa de recortar las libertades, como la de prensa, con la que a veces jugueteó Lula, a quien nunca le parecían bastantes los elogios de los medios a sus éxitos de Gobierno.
Brasil es un país más rico y con menos desigualdad social gracias también a Lula, pero no solo a él. Es un país que cuenta en el mundo y que ya no viaja con el clásico complejo del "perro callejero" de antaño. Los brasileños han conquistado una fuerte dosis de autoestima. El eslogan del derrotado candidato de la oposición, José Serra, era acertado: "Brasil puede más". Es decir, puede aún crecer más, tener un sistema educativo mejor, mejor sanidad, mayor seguridad pública, mejores infraestructuras y menor desigualdad social.
Lula no hizo ni podía hacerlo todo. Hizo su parte y el país se lo agradeció eligiendo a quien él había propuesto para sucederle. Pero Brasil es ya un tren en marcha. Los carriles son sólidos, la locomotora de la economía se ha modernizado y ahora el nuevo tren de alta velocidad podrá ser conducido por cualquier motorista que no pretenda hacer locuras.
Lula, se vaya o vuelva, será ya un artífice más, pero no insustituible, del Brasil al que contribuyó a engrandecer. Es lo que los 135 millones de electores que votaron para su sucesión el pasado 31 de octubre quisieron decirle cuando, a pesar de haber pedido a los suyos que lucharan para "extirpar" a la oposición, le dieron los votos suficientes (56 millones) para poder elegir a su candidata en agradecimiento por los buenos servicios prestados, pero otorgaron casi otros tantos (44 millones) a aquella oposición a la que también dieron la mitad del poder del Gobierno de los Estados. Otros 30 millones prefirieron el silencio de la abstención o la protesta del voto nulo.
Brasil es ya un país democráticamente maduro y los millones de pobres que están ingresando en la clase media -gracias también a Lula- necesitan cada vez menos de padres y mesías de la patria, porque han aprendido el juego de la democracia y aspiran a ser tratados como ciudadanos libres, capaces de pensar y de decidir sin muletas. Ya no están dispuestos a firmar papeletas en blanco a nadie, ni siquiera a su ídolo.+
Juan Arias