Brasil se revuelve

En los años setenta, la sociología explicaba que los sectores sociales que logran cubrir sus necesidades básicas tienden a reclamar al Estado demandas más precisas. Esa interpretación puede ayudarnos a entender las protestas en Brasil. La expansión de la clase media y el aumento del poder adquisitivo de muchos ciudadanos ha sobrepasado con creces la capacidad de infraestructura del Estado brasileño. La satisfacción por acceder a la escuela, al hospital o tener trabajo ha dado paso a la frustración por la mala calidad de los servicios públicos.

No obstante, las movilizaciones han sorprendido. El 7 de junio unas 1.500 personas protestaron en São Paulo por el aumento del transporte público que llevó el billete de 3 reales a 3,20. Días más tarde, casi un millón de personas se movilizaron para mostrar su enfado con el aumento, tarifario, la corrupción endémica, las carencias de los servicios públicos y los gastos del Gobierno para la Copa del Mundo de fútbol en el 2014 y los Juegos Olímpicos en el 2016.

Sorprenden las protestas, porque los últimos gobiernos han desplegado la imagen de un Brasil potencia, un actor global mimado por los grandes poderes. Vale preguntarse: ¿por qué salen a las calles los ciudadanos de Brasil que tuvieron en Lula al político más popular del mundo –de acuerdo con las palabras del presidente Barack Obama–? ¿Por qué están indignados cuando su país ha mejorado la distribución del ingreso? ¿Por qué gritan “¡No nos representan!” cuando las encuestas mostraban hasta hace muy poco que la presidenta Dilma Rousseff tenía una popularidad cercana al 75%?

El presidente Lula fue muy exitoso al construir la idea de una nación con poder global, apoyado en un crecimiento económico sostenido y en los logros sociales del plan Bolsa Família, que permitió el ingreso de más de 30 millones de personas pobres a la clase media. Sin embargo, las protestas dejan en descubierto los desafíos que han creado esos logros. Por ejemplo, el número de usuarios de los autobuses urbanos ha aumentado desde el 2003 en un 142%, pero el número de autobuses sólo se duplicó. A pesar de que el servicio está subvencionado por los ayuntamientos, es caro. El habitante de São Paulo paga la tarifa más cara del mundo en relación con su salario. Los éxitos parecen chocar abruptamente con carencias en infraestructura pública, transporte, educación y salud. Por otra parte, los logros no son suficientes: 16 millones de personas todavía viven en condiciones de extrema pobreza.

Las respuestas a nuestros interrogantes obligan entonces a repensar la dimensión de los éxitos. Brasil se ha convertido en un gigante, algo que su tamaño por sí solo ya admitía, pero lo es más para el mundo que para sus propios ciudadanos.

Hasta ahora los brasileños habían contemplado en silencio los casos de corrupción que afectaron al Gobierno de Lula y al de Rousseff. Es justo reconocer que durante su primer año en la presidencia, Rousseff destituyó a siete ministros por casos de corrupción. Sin embargo, la corrupción sobrevuela las desmedidas iniciativas desarrolladas para el Mundial del 2014 y los Juegos del 2016. Los excesivos gastos, sumados al aumento del transporte, se convirtieron en una combinación insoportable para el brasileño que todos los días sufre la ineficiencia de lo público.

Lo positivo de estas protestas es que pueden dinamizar y mejorar la calidad de la democracia. La presidenta Dilma Rousseff ha reaccionado de una manera diferente a otros gobiernos acorralados por movimientos sociales y ha legitimado las protestas al decir que deben ser escuchadas. En reuniones con gobernadores, alcaldes y representantes de los manifestantes, Rousseff propuso alcanzar acuerdos fiscales, en educación, salud y transporte. Fue más allá y propuso un referéndum para convocar una Asamblea Constituyente que debata una reforma política. Frente a las críticas por la constituyente, Rousseff ha dado marcha atrás. Su reacción abre puertas al diálogo y muestra que ha interpretado que el descontento no debe ser ignorado.

Es posible que la presidenta Rousseff recuerde que protestas como estas derivaron, en otros contextos, en un deterioro democrático. En 1989, otros ciudadanos se manifestaron en contra del aumento de tarifas del transporte público y Caracas vivió días de furia que dejaron demasiados muertos. En aquellos días la clase política venezolana no supo interpretar el mensaje del Caracazo. Sólo Hugo Chávez entendió su significado. El resto ya se conoce.

El Gobierno brasileño ha estado dispuesto a escuchar y a proponer reformas que deben concretarse en el corto plazo. Por ahora, parecería que la clase política brasileña parece haber entendido que las protestas no se han agotado con el ahorro de los 20 centavos, porque han sido disparadoras de otras demandas. Una de las pancartas que portaban los ciudadanos paulistas puede sintetizar un sentimiento general que debe ser escuchado: “No son los centavos, son los derechos”.

Rut Diamint, profesora de Relaciones Internacionales en la Universidad Torcuato Di Tella de Buenos Aires. Laura Tedesco, profesora de Ciencia Política en la Universidad de Saint Louis / Madrid Campus.

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