Brasil logró apenas escapar de ser una autocracia. Ese fue el resultado principal de las elecciones del domingo, en las cuales el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva le ganó al actual mandatario, Jair Bolsonaro, por una diferencia mínima de votos: 50.9% contra 49.1%, el menor margen en la historia democrática del país.
En los principales centros urbanos como São Paulo, Río de Janeiro y Salvador, hubo un sentimiento de alivio inicial que se convirtió en celebraciones por la victoria del candidato del Partido de los Trabajadores (PT). En el bando perdedor se han impuesto el silencio y el suspenso, pues hasta la publicación de este artículo el país esperaba ansioso un comunicado oficial de Bolsonaro.
Brasil atraviesa horas y días complicados, ante la posibilidad de que el actual presidente sí reconozca el resultado —ya aliados muy cercanos a él lo han hecho— pero se niegue a felicitar a Lula y dificulte una transición transparente y democrática.
Ese es el obstáculo más latente en esta nueva etapa que vive Brasil: "Necesito saber mañana qué país voy a gobernar", dijo Lula el domingo en una de las celebraciones. Mientras festejaba con sus seguidores y aliados, también mostraba preocupación por tener que esperar al 1 de enero de 2023, la fecha de la transmisión oficial de mando, para descubrir cuál es la verdadera situación del país.
Ante este silencio, Brasil vive una vergüenza internacional que desgasta su imagen. Basta comparar la rapidez con la que los perdedores de las recientes elecciones en la región, como el también derechista José Antonio Kast (Chile) y el folclórico Rodolfo Hernández (Colombia) reconocieron el resultado. Con ello, ayudaron a evitar una mayor tensión social.
Además, una vez que haya superado este obstaculo institucional, Lula se enfrentará a un escenario muy difícil en su tercer mandato (algo inédito en la historia de Brasil). En los últimos cuatro años, Bolsonaro se ha confrontado con el poder Judicial y la prensa, y ha atentado contra los derechos humanos y el medioambiente como ningún otro mandatario desde la dictadura militar (1964-1985).
La economía del país, a diferencia de lo que dijo Bolsonaro en recientes debates presidenciales, no está “bombando” (palabra coloquial para decir que es un éxito): hay un escenario de desaceleración económica internacional, aunado al impacto de la guerra de Ucrania en los precios de los alimentos y la energía, y la necesidad de reajustes internos.
A la vez, Lula dice que está en contra de la existencia de un tope de gastos por parte del Estado, pero necesita estar alerta para que eso no signifique un desbordamiento del presupuesto y el endeudamiento del país.
En su primer mandato (2003-2006), Brasil y el mundo vivían un boom de las commodities. El crecimiento económico mundial facilitó que el gobierno de Lula transifriera millones de reales a la población más necesitada mediante becas, subsidios e inversiones. La estrategia sacó a millones de brasileños de la pobreza y Brasil salió del mapa del hambre.
Ahora, el margen para el gasto social será muy ajustado y esto podría generar un clima de impaciencia y frustración ante las altas expectativas.
Por otro lado, el rompecabezas político del presidente electo es complejo. Lula debe una parte importante de su victoria a la adhesión de votantes del centro y de la centro-derecha, quienes no habían votado previamente por el PT pero que optaron por hacerlo ahora para que Bolsonaro no ganara.
Lula lo sabe. Tanto así que eligió a un viejo rival, el conservador Geraldo Alckmin, para ser su vicepresidente. Y en su primer discurso agradeció a la ascendente política de centroderecha Simone Tebet, una sorpresa en la elección, que quedó en tercer lugar en la primera vuelta.
El día anterior a la votación, Tebet afirmó que el Lula de esta elección no es el mismo que el de 2003, y que votar por él no sería votar por la izquierda sino por un frente amplio por la democracia. Tebet y los partidos tradicionales a quien representa deberán tener espacios en el nuevo gabinete, lo que podría ser un freno a las reformas progresistas en el terreno económico.
Este giro hacia el centro también significó la necesidad de abandonar la agenda identitaria de la izquierda sudamericana. A pesar de predicar la libertad religiosa y el Estado laico, Lula se vio obligado a reforzar en el tramo final de la campaña que era católico y defensor de la familia, y que por lo tanto está en contra del aborto y la creación de baños unisex en las escuelas.
En una carta que Lula envió a la población evangélica —que está en crecimiento y que ambos candidatos se disputaron tenazmente—, Lula se comprometió con la protección de la familia en términos muy similares a los que defiende el derechista Bolsonaro. Eso ha representado una decepción para los colectivos feministas y de defensores de la diversidad sexual en Brasil.
Además, aunque Bolsonaro fue derrotado, su fuerza política permanece fuerte: tiene mayoría en el Congreso y obtuvo gubernaturas muy importantes. Para Lula será complicado construir alianzas en el Legislativo para aprobar cualquier proyecto de reforma de leyes.
En el escenario de las relaciones internacionales, el presidente electo navega con más facilidad. El mismo alivio que sintieron quienes fueron a celebrar su victoria en Brasil parece estar en los líderes izquierdistas de las principales economías de América Latina (México, Argentina, Colombia y Chile), quienes ya lo felicitaron, y también de Europa (Francia y Alemania). Incluso el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, se apresuró a enviarle un mensaje.
El más ansioso fue el presidente argentino, Alberto Fernández, quien voló hoy a São Paulo para tomarse una foto con Lula, en un momento en que el mandatario se asfixia: vive un momento de gran desgaste interno, con una división importante en la coalición de gobierno y el fortalecimiento de la oposición a menos de un año de la sucesión presidencial.
Sin embargo, Lula tendrá que enfrentar la enorme presión —que existía menos en sus primeros mandatos—, por señalar las violaciones a los derechos humanos de las dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Pero incluso con la buena acogida de sus pares en el mundo, y con su promesa de sacar a Brasil del aislamiento internacional, es probable que Lula tenga tantos problemas en el espectro doméstico que no tenga tiempo para dedicarse a la política exterior. Habrá muchas cosas que arreglar en casa en los siguientes días, meses y años, aunque las celebraciones por librarse de una autocracia aún permanecen en el país.
Sylvia Colombo es corresponsal para América Latina del diario brasileño ‘Folha de São Paulo’ y autora del libro ‘O ano da cólera’.