Bravos y mediocres

No conozco al ministro Wert (en alemán, apreciado; aquí, lo contrario), a quien sólo he tenido ocasión de saludar una vez, pero me cae bien desde que vi que se proponía recuperar el tiempo perdido, que en lo que se refiere a la educación ha sido mucho, restableciendo, por ejemplo, ese viejo control de las «reválidas», demagógicamente sustituido por el «todo vale», incluida la posibilidad de pasar curso con cuatro suspensos, con el que hemos logrado alcanzar uno de los últimos lugares del ranking, según el informe Pisa.

Mi estimación aumentó notablemente cuando mostró su firme voluntad de asegurar la enseñanza en castellano en Cataluña, que debería ser una obviedad, pero que tantos años de dejación han convertido en un logro muy difícil de alcanzar.

Ahora el atrevido ministro ha tenido la osadía de proponer que la calificación necesaria para obtener una beca universitaria pase de un simple aprobadillo (5,5/10) a un aprobado alto (6,5/10) y ese pequeño movimiento, dentro del último escalón, ha obrado el milagro, ¡quién iba a decirlo!, de poner de acuerdo a todos, a derecha e izquierda, cosa que no ocurría, desde el referéndum constitucional. El Sindicato de Estudiantes, la Asociación de Estudiantes Progresistas, el Consejo de Rectores, los portavoces de los distintos grupos parlamentarios y los consejeros de Educación de las comunidades autónomas, todo el mundo en una palabra, han arremetido contra él en nombre, ni más ni menos, que de la igualdad, que, según ellos, el imprudente ministro pretendía romper.

Yo, que he sido becario y que gracias a eso pude realizar mis estudios de licenciatura, me pregunto a qué igualdad se refieren, porque está claro que no puede ser a la igualdad de oportunidades, ya que lo que ésta exige es que ninguna persona que realmente valga se quede en la estacada por falta de recursos económicos y aquí de lo que se está hablando es de simples aprobados que, como tales, valen muy poco.

Debe ser, por lo tanto, la igualdad en la mediocridad, que es la que ha multiplicado sin medida el número de universidades y el de catedráticos hasta tal punto de que ahora da vergüenza ser o no ser esto último y también la que ha llenado los bares de las facultades de estudiantes que pasan su tiempo jugando a las cartas porque, en realidad, ¡qué más da! Conseguir un aprobadillo pelao en estos tiempos es tan fácil que si no es a la primera, será a la segunda y si no a las siguientes o a la sexta, en la que por ser la última convocatoria no hay profesor alguno que se atreva a suspender a nadie.

¿Que exagero? En absoluto. Sé muy bien lo poco que vale hoy un simple aprobado porque he tenido que dar muchos en mis 40 años de Catedrático de Universidad, a lo largo de los cuales y especialmente en los últimos he tenido ocasión de ver también cada mañana grupos de estudiantes sentados en el suelo jugando al mus porque ya no cabían en el bar.

No me sorprende que los políticos ignoren esto porque a lo mejor no han vuelto a pisar una facultad universitaria desde los tiempos en que ellos mismos, ¡quién sabe!, jugaban allí a las cartas y conseguían los aprobados que les permitieron dar el salto a las listas, cerradas y bloqueadas por supuesto, que les han permitido llegar a la cima, pero me sorprende y me apena que los rectores hayan hecho causa común con ellos. Un rector sabe, sin duda, igual que yo, que también lo fui, que lo que he dicho es cierto, que en nuestras universidades sobran estudiantes porque hay muchos que son rematadamente malos y aún pésimos y que el dinero que cuestan los puestos que estos ocupan tan injusta como inútilmente y el que se derrocha becando a estudiantes mediocres que no pasan del nivel de aprobado podría tener mejor y más útil, socialmente útil, aplicación apoyando a la investigación y becando a los postgraduados que han acreditado la excelencia para que completen su formación y puedan así devolver un día a la sociedad en forma de progreso científico la ayuda que éste les prestó en sus comienzos.

Es una pena realmente que en este País de las Maravillas y de los despropósitos la evidencia sea tan opaca, pero así es y ahí están para probarlo una vez más las reacciones que estos mismos días ha provocado la presentación pública de lo que se ha dado en llamar la reforma Soraya. No es ésta una reforma de contenido ideológico, ni mucho menos, sino más bien una reforma de letra pequeña, doméstica, por decirlo gráficamente, que pretende únicamente eliminar lo superfluo, simplificar lo que artificial e innecesariamente se ha complicado y, en fin, algo tan elemental y tan indiscutible como comprar todos los bolígrafos que sean necesarios de una sola vez para que nos salgan más baratos.

Pues bien, también esto se ha considerado por algunos como una injerencia intolerable en su autonomía. La Generalidad de Cataluña, por supuesto, no está para estas pequeñeces porque a la vuelta del verano tiene que enfrentarse con el arduo problema de estudiar la organización del Ejército de la futura República catalana. También a la Junta de Andalucía, acostumbrada al lenguaje millonario de los ERE, esta letra pequeña le parece despreciable.

Y así otros, siempre, eso sí, con voz tonante y ese gesto feroce que los políticos acostumbran a poner cuando les enfocan las cámaras y les preguntan su opinión sobre lo que hace o piensa hacer el Gobierno de turno, que siempre les parece mal y al que invariablemente respon- den que ellos no lo harán o, incluso, que harán exactamente lo contrario, sea esto crear un programa alternativo de be- cas como estos días han dicho los de la Xunta de Galicia y la Junta de Andalucía –sorprendente coincidencia– o cualquier otra cosa.

Suele decirse de los españoles que son valientes. Yo, cuando veo y oigo lo que estoy viendo y oyendo estos días a propósito de estos dos asuntos, no podría suscribirlo, porque valiente viene del latín valens, el que vale, y valer, lo que se dice valer, valen muy poco a la vista de sus hechos y sus dichos tan desaforados defensores de la mediocridad e implacables críticos de lo obvio. Más bien podría decirse que son solamente bravos, que es algo muy distinto de valientes, porque bravo viene del latín pravus, malo, inculto.

Lo peor de todo es que bravos y mediocres los hay, como acabamos de comprobar, a derecha e izquierda, y que son mayoría, por lo que, cuando se unen, como ahora ha sucedido, su grosse Koalition es imbatible. Y esto no hay brotes verdes que puedan arreglarlo.

Tomás Ramón Fernández es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid.

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