Muchos analistas estadounidenses, y yo mismo en ABC, hemos interpretado la elección de Donald Trump como una «revancha del hombre blanco»: revancha contra los inmigrantes de otras razas, contra los movimientos de liberación de la mujer, los homosexuales, los transexuales y, en general, contra la evolución de una sociedad que ya no es blanca y patriarcal como lo era en la década de 1950. Esta interpretación se acepta mejor en Estados Unidos que en Europa y, en consecuencia, ha suscitado reacciones muy negativas entre algunos lectores de ABC. Después de que, la semana pasada, yo criticase declaraciones y actos de Trump que fomentan la división religiosa y racial, los analistas hostiles han reaparecido. Me gustan las críticas que obligan a afinar la reflexión, pero respecto a estos temas, me parece que mis adversarios desconocen la historia y la realidad actual de Estados Unidos, donde vivo en este momento. En el interior de Estados Unidos, es indiscutible que, desde la elección de Trump, la identidad étnica es un factor más determinante que nunca; y desde que nació este país, la raza siempre ha desempeñado en él un papel protagonista, unas veces reconocido y otras disimulado, pero siempre presente.
Desde los años de la fundación, a mediados del siglo XVIII, existe una obsesión por la raza. Y no se trata solo de la esclavitud, cimiento económico y social de los Estados del sur; recordemos que cuando los liberales como Jefferson y Washington proclamaron la Constitución, los negros no eran considerados hombres del todo. En esa misma época, St. John de Crèvecoeur, al que se describe como el primer escritor estadounidense, publicó sus Cartas de un granjero americano, donde se asombra de que en Estados Unidos los «irlandeses se casen con alemanas», lo cual conduce a la creación de una «nueva raza». El autor se queda estupefacto ante este mestizaje, pero no lo condena mientras quede entre blancos.
Creo que resulta inútil volver aquí sobre la exterminación de los indios y el martirio del pueblo negro, pero observemos que, aún en la actualidad, el matrimonio entre negros y blancos sigue siendo raro: no se ha logrado la plena emancipación de los negros, como atestigua su peor situación económica y los malos tratos que les inflige la Policía. ¿Los conocidos como latinos son también una raza diferente? Sí, a juzgar por los censos oficiales, en los que se distingue a los latinos de los blancos. Pero esta discriminación de los latinos viene tan determinada por la situación económica como por el color de la piel: un latino titulado es admitido entre los blancos casi como si fuera blanco.
En cuanto a los judíos, los italianos y los irlandeses, durante mucho tiempo considerados de «raza» diferente, su avance social los ha vuelto asimismo blancos. Aunque no del todo, puesto que asistimos en este momento a un rebrote de antisemitismo perpetrado por los «supremacistas» blancos: por tanto, todavía se distingue entre los verdaderamente blancos, estadounidenses auténticos, y los ciudadanos blancos de origen dudoso.
Me dirán que la ideología de la supremacía blanca es un movimiento tan marginal como el Ku Klux Klan. Sí y no. Los movimientos de emancipación de negros, indios, latinos, judíos y transexuales han revolucionado la sociedad sin conducir a una verdadera igualdad social. Y la victoria de Trump demuestra que la hostilidad hacia estos movimientos de liberación sigue siendo considerable. Los discursos de Trump recogen claramente los argumentos de los supremacistas blancos: Trump ha conseguido su victoria calificando a los mexicanos, durante su campaña, de «violadores y asesinos, salvo algunos que trabajan bien». Sus propuestas sobre las mujeres, a las que está bien agarrar por el sexo, comparten la misma ideología sexista y paternalista. Interrogado hace poco sobre las agresiones antisemitas, explicó que él no era antisemita. Conocemos su opinión sobre los musulmanes, todos terroristas en potencia y a los que se ha planteado expulsar, además de prohibirles el acceso al país. La Justicia pone obstáculos a la islamofobia de Trump, pero, en la práctica, los agentes de inmigración persiguen a los musulmanes y a los latinos: las redadas se multiplican por la aplicación severa de leyes antiguas que la Policía de Fronteras interpreta a su antojo.
De manera general, la discriminación racial grabada en la historia estadounidense, en retroceso desde la década de 1960, vuelve con fuerza a los comportamientos: el discurso de Trump ha restaurado la legitimidad de la discriminación. Algunos de sus partidarios se alegraron del fin de lo «políticamente correcto», que impedía llamar a las cosas por su nombre; pero estos trumpistas pasan por alto que las palabras hacen daño. Que un blanco lo llame negro a uno resulta más doloroso que ser calificado de afroamericano. Ser sospechoso de violación porque se es de origen mexicano es insoportable. Ser sospechoso de terrorismo por llamarse Mohamed es un atentado contra los derechos humanos y la Constitución de Estados Unidos.
Al reabrir las válvulas del discurso discriminatorio, Trump siembra el odio. El país en el que vivo se encuentra en un estado de caos administrativo y de confusión mental que no se había visto en medio siglo; muchos latinos cuya situación jurídica es incierta viven con miedo. Plantearse desde ya la pregunta de la salida anticipada de Trump no es, por tanto, indecente; muchos republicanos, en teoría su partido, sueñan con ello tanto como los demócratas.
Guy Sorman