Breve relato del retorno imperial iraní

En aquel tiempo, cuando los kurdos eran comunistas y nosotros, amigos de los sátrapas, matar kurdos era una ocupación socialmente aceptada. Luego, tras la Primera Gerra del Golfo, el mundo vio con horror cómo Sadan Husein gaseaba las aldeas kurdas como represalia a la rebelión y España envió a sus paracaidistas –«Operación Provide Confort»– para crear zonas seguras y abastecer a los millares de refugiados. Todo era absurdo. Estados Unidos habían derrotado al Ejército iraquí en un paseo militar, pero dejaron que el tirano siguiera en el poder. Y así, junto a los kurdos, fueron los opositores iraquíes, chiíes en su mayoría, quienes pagaron muy cara una decisión geoestratégica que no tenía más objetivo que impedir la expansión política de Irán.

A la Arabia Saudí y los países del Golfo les interesaba mucho más un Irak militarmente impotente, dominado por la minoría suní, que un país libre en el que las urnas acabarían por entregar el poder a los chiíes.Y aunque ganaron tiempo a costa de decenas de miles de muertos ajenos, hay procesos históricos que son inexorables. Porque la Segunda Guerra del Golfo, que sólo se entiende desde el trauma sufrido por los estadounidenses en el 11-S, supuso el fin del régimen iraquí y, a la postre, la llegada al poder de los chiíes.

Ciertamente, no fue un procedimiento ni rápido ni indoloro. Los suníes resistieron a muerte y convirtieron sus feudos del norte de Irak en faro de la yihad. La guerra sectaria, bajo las mismas barbas impotentes de los ejércitos de ocupación británico y norteamericano, causó 20.000 muertos y, sobre todo, dividió al país en zonas homogéneas, provocando uno de los trasvases de población por razones étnicas o religiosas más sonados de la historia, equiparable al de la India y Pakistán tras la independencia. En medio, las minorías cristianas, hoy prácticamente erradicadas de Irak, y los soldados occidentales, que morirían a cientos –4.804, entre 2003 y 2012– sin una comprensión cabal de lo que estaba en juego. Al norte, los kurdos crearon lo más parecido a un oasis de paz. Pero hubo tregua y casi se rozó el sueño, porque con ambos bandos espantados por tanta violencia, con la población harta de su papel de rehén de las milicias integristas, que atrajeron a sus filas a lo peor de cada casa de todo el mundo árabe, se celebraron las primeras elecciones en la historia iraquí dignas de ese nombre. Incluso los suníes se deshicieron de los yihadistas de Al Qaeda, hermanos de secta pero que les prohibieron hasta el fútbol.

El destino quiso que un Gobierno de mayoría chií torpe y sectario se combinara con una oposición suní incapaz de aceptar la subordinación. De nuevo, las dos fuerzas entraron en colisión, pero ya sin la interferencia de Washington, que había retirado la mayor parte de sus tropas. Los antiguos oficiales de Sadam Husein, que habían llevado el peso de la resistencia antinorteamericana en las regiones de Nínive y Al Ambar, abrieron las puertas de par en par a un nuevo movimiento de liberación suní, el Estado Islámico, forjado en el campo de batalla sirio. Tras una de las campañas terroristas más crueles que se recuerdan, el Estado iraquí fue expulsado de las regiones suníes y se proclamó el califato.

Irak no ha estallado en pedazos por la resistencia que ofrecieron los kurdos en los primeros compases de la ofensiva islamista y por la inmediata intervención de Irán en apoyo del maltrecho Ejército de Bagdad. Hoy, del esfuerzo iraní depende en gran parte la supervivencia del régimen sirio, la integridad territorial de Irak y la resistencia kurda. El régimen de Teherán ha sobrevivido a las sanciones internacionales, a la contestación interna, al caos del mercado petrolero y a las maniobras de todo tipo llevadas a cabo por Arabia Saudí e Israel, que saben lo que se juegan con el resurgimiento de una Persia incardinada de nuevo en el mundo occidental y con dominio del átomo. Y sería ingenuo pensar que los árabes van a aceptar dócilmente este cambio de papeles. Obama, sí, puede pasar a la historia, pero lo hará como el impulsor de la proliferación nuclear en Oriente Medio.

Alfredo Semprún

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