«Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que ganaban». Es ocioso recordarles que Don Quijote era «un hidalgo de los de lanza en astillero», «adarga antigua» y «galgo corredor». Es decir, que no solo sufría una crisis psicológica en vísperas de la vejez porque «frisaba la edad de los cincuenta», era aún peor, pertenecía a una clase social, económica y políticamente famélica desde hace generaciones. Don Quijote escoge como escudero a un «labrador vecino», «pobre» y «de muy poca sal en la mollera», y emprenden su marcha a reconquistar literariamente la edad moderna para el medievo.
La más entrañable relación entre dos personajes jamás representada en la literatura occidental me da pie a una excéntrica analogía para analizar el voto de la mayoría de los ingleses a favor de abandonar la Unión Europea. En un país absurdamente clasista, sobresalía durante la campaña del referéndum una pasmosa alianza entre un antiguo y típico género de burgués-campestre (con su Barbour en la percha, la escopeta en el gabinete y el labrador en el sofá) y la antigua clase obrera industrial, de gorra laborista, chaqueta corta color azabache azulado y pinta amarga en mano. Este amor impensable entre ambos nace de una decadencia compartida y de una concomitante nostalgia escapista, una visión que mitifica a los antepasados que se adueñaron de un imperio y vencieron a los alemanes en las dos guerras mundiales.
A mitad del XIX, los industriales liberales se aseguraban el comercio libre internacional del trigo para bajar el coste de alimentar su mano de obra. La agricultura desaparecía como negocio importante. El campo se reinventaba poco a poco como un especie de romance vivo que invocaba la anhelada Edad de Oro. Los pueblos se convertían en suburbios hermosos de las grandes ciudades o maravillosos paisajes para veranear. Nacía la campiña de novela pastoral con sus campos verdes, sus bosques otoñales, sus cerros salpicados de ovejas blancas como la nieve y sus tabernas medievales a cal y canto, construidas en realidad al principio del siglo XX. La Inglaterra de Sherlock Holmes y Hercule Poirot, de Harry Potter y Tolkien, todos primos hermanos de don Quijote, herederos directos de los romances de caballerías.
Los ancestros arribistas de nuestros ingleses clásicos de hoy mantenían el sueño a base de cambiar el Barbour y la escopeta por el sombrero hongo y el paraguas para acudir los días laborables en tren a sus despachos de la City, o retornar forrados de sus incursiones comerciales a ver mundo, como aquellos ingenieros que introdujeron el balompié en Asturias o Huelva. Sus descendientes no han sobrevivido a la globalización de los liberales actuales. El mundo financiero londinense zumba a babel internacional. La tercera parte de los ciudadanos ha nacido fuera del país. Poseen sus masters, su experiencia mundial y la misma ambición, que les permite comprar las antiguas cocheras de Chelsea a precios de oro. ¿Qué hace el inglés burgués con sus notas escolares normales? El colegio privado al que fue su padre no lo quiere ni ver, ni se lo puede permitir, tampoco el amiguete lo coloca como agente de bolsa, ni va a comprar la casa de Kensington, ni se casará con la vecina guapetona, porque ahora se ha ligado a un argentino jugador de polo y crack del mercado de divisas Forex, que la lleva a esquiar en Aspen y cruza océanos en yate.
Ese estereotipo tragicómico empezó a adueñarse en los años 90 del partido político radical que consiguió el referéndum, UKIP, originalmente fundando por intelectuales como un contrapeso político a las tendencias federalistas de la UE. Pero ellos solos no habrían conseguido más que incomodar al Partido Conservador. Su gran éxito fue incorporar a la insólita clase ex-obrera. Antaño, a comienzos de los 70, dos terceras partes de los británicos se sentían orgullosos de sus trabajos varoniles en las minas o los astilleros, como si fueran figuras del arte comunista, aunque más del martillo que la hoz. Hoy son abuelos que anhelan lo que se han llevado China y la tecnología, mientras sus nietos están estudiando informática, o forman parte de esa tercera parte de las familias británicas que reciben la mitad de sus ingresos en subvenciones del estado. Su razón de ser es otra ilusión económica, una quimera fiscal.
Destaca en las estadísticas del voto un apoyo apabullante al Leave por parte de los viejos. Tanto los labradores como los hidalgos viven aterrorizados por la sombra de una muerte con la hoz alzada. Son dos tribus de Quijotes y Sanchos despojados del valor de sus pasados y de sus patrias chicas. La campaña del Leave vendía a esa ansiedad insular y conservadora la idea del «take back control» de la patria. En vez de una ínsula teórica por gobernar, se prometía un voto democrático para devolver a las propias islas británicas aquel pasado dorado de los romances literarios, un voto para hacer realidad el mito pretérito. Culpaba al mundo modernizante de la condición patética de los ancianos. La imagen del inmigrante se convirtió en el coco representativo de la globalización y así complacían y legitimaban a una xenofobia reflexiva poscolonial.
En la segunda parte del Quijote todos los personajes saben quiénes son los protagonistas, porque han leído la primera. Anticipando Cervantes a Walt Disney, unos duques nuevos ricos montan una especie de Quijotelandía. De repente, los amigos se encuentran dentro de un libro de caballerías realizado. Las damas buscan a don Quijote y Sancho es nombrado gobernador de la Isla Barataria. Como es sabido, después de probar físicamente lo imaginario, tanto hidalgo como labrador se fugan del paraíso para retomar la experiencia virtual de su picaresca peregrinación peripatética por los caminos de Castilla y Aragón. Prefieren el romance divertido de un protestón soñador, el teatro de la oposición sin responsabilidades ni recriminaciones. Pero, al final, hasta la ficción les falla.
«Señores, dijo don Quijote, yo fui loco, y ya soy cuerdo», nos cuenta Cervantes, «Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento». «En fin, llegó el último de don Quijote, después de recibidos todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías».
Robert Goodwin, historiador.