Brexit': el hielo sobre la cubierta del 'Titanic'

Voy a ser, una vez más, políticamente incorrecto. Voy a romper una lanza en favor del primer ministro Cameron.

Permítanme un chiste y una anécdota. El capitán del Titanic estaba cenando la noche de su hundimiento y el contramaestre, con frialdad británica, le informó: “Capitán hemos chocado con un iceberg. Desconocemos el alcance de los daños, pero la cubierta del buque está llena de hielo”. El capitán, sin inmutarse, contestó ante los comensales: “¡Magnífico, así tendremos hielo para enfriar  el champán!”.

Ahora la anécdota. El actual ministro español de Educación en funciones era, antes de las elecciones europeas de 2014, secretario de Estado para asuntos europeos. En un amistoso encuentro en 2012 le dije: “Como has podido comprobar, Íñigo, tenía razón: no fue posible aprobar la llamada Constitución Europea, rechazada por Francia en referéndum. Desde el inicio de los 90 te vengo diciendo y escribiendo que la precipitación e intensificación del proyecto europeo federal es idealista, irreal y puede llegar a provocar la salida del Reino Unido y un aumento considerable de los eurófobos”. Me contestó: “No pasa nada, Guillermo. Lo que hicimos fue cambiar el nombre a la Constitución y aprobar el mismo contenido, poco después, en el Tratado de Lisboa”. En el primer caso, en 1912, se hundió el transatlántico. En el otro, en 2016, se ha producido el brexit.

No pretendo vaticinar un  hundimiento de la UE ni compararlo con el Titanic. Me considero un claro partidario del espacio común europeo e incluso del euro. Pero de ahí a construir un superestado federal, configurado de tapadillo, hay una distancia enorme.

La Unión Europea es hoy un aparato político prácticamente federal, centralizado, burocrático, distante, con más de 5.000 traductores, (¿porqué no se eligió una lengua franca, común?) con un gobierno irresponsable (la Comisión) y un Parlamento muy poco representativo (¿quién conoce a los eurodiputados, aparte de su familia?) y que no fiscaliza a un gobierno responsable.

La UE no levanta entusiasmos; más bien al contrario. ¿No habrá llegado el momento de considerar qué se está haciendo mal? ¿Vamos a repetir que, gracias al brexit, el camino está expedito para la profundización estatista y que es estupendo tener la cubierta llena de hielo para el champán? Decía Chateaubriand, que en política, “si no nos atenemos a los hechos, nos perdemos sin retorno”.

Los hechos de los últimos años son: un aumento considerable de los apoyos a eurodiputados populistas o euroescépticos y un abandono del Reino Unido del actual proyecto político europeo. La actitud de los eurócratas, euroentusiatas idealistas -en su mayoría democristianos y socialistas- es mirar para otro lado, culpabilizar a la crisis económica, empecinarse en los elementos de intensificación federal de la UE y asustar a los ciudadanos y a los estados miembros con toda clase de perjuicios si se les ocurre cuestionar el Tratado de Lisboa.

Mi impresión es que el brexit tiene pocas consecuencias para el Reino Unido porque mantiene la libra, no está en el espacio Schengen ni padece sometimiento jurisdiccional de Estrasburgo, como padecimos nosotros cuando en octubre de 2013 el Tribunal de Estrasburgo rechazó la doctrina Parot de cumplimiento de penas y puso en libertad a 59 criminales de la ETA. Algo inimaginable para un británico con los criminales del IRA.

Pero el brexit puede generar problemas e inestabilidad en la UE. La fuerte economía del Reino Unido tiene sobrada capacidad para adaptarse a la nueva situación. El balance comercial UE-Reino Unido es favorable a la UE en más de 24.000 millones de libras esterlinas sólo en el primer trimestre de este año. La UE ¿va a poner aranceles a este buen comprador de productos continentales? La torpe amenaza de Juncker a los británicos por el brexit fue inmediatamente desautorizada por la canciller Merkel: “No tenemos ninguna necesidad de ser antipáticos con el Reino Unido”.

Otro hecho. La descalificación del primer ministro Cameron, como el peor político inglés. Se ignora que el referéndum es un tema sobre la mesa en el Reino Unido desde el Tratado de Maastricht en 1992; referéndum que todos los gobiernos británicos pospusieron, pero que ya no se podía aplazar toda vez que el partido de Farage, el UKIP, emergía impetuosamente, de modo que amenazaba seriamente el multicentenario equilibrio político de la isla.

Cameron resolvió brillantemente, vía referéndum, el contencioso escocés y a punto ha estado de ganar el de la UE. Ha tenido la gallardía de dimitir de modo inmediato y está ahora dedicado a facilitar una salida ordenada y beneficiosa de la UE para el próximo líder conservador. Cameron es un político con principios, con posición favorable a la permanencia y que ha consultado a la nación en democracia y se ha sometido a la opinión. Tiene todo mi respeto.

Se equivocan los eurofanáticos como Juncker si creen que el brexit es una excepción típica británica. De acuerdo con el último sondeo del prestigioso PGAS (Pew Global Attitudes Survey), el 73% de los votantes holandeses se opone a una Unión política aun más intensa; en el caso de Suecia es el 85%. En Grecia, por motivos diferentes, es el 86%. Pero incluso lo países centrales de la Unión, como Alemania, Italia y Francia, se oponen a la federalización y a la cesión de más soberanía: el 68%, el 65% y el 60%, respectivamente.

Ante la presente crisis podemos seguir como siempre, no hacer nada y aprovechar la ocasión para reclamar Gibraltar, como en la época del general Franco. Una segunda opción, más suicida, es profundizar la estatización, la unión política, de tapadillo, con desconocimiento o en contra de la opinión pública. Hay una tercera vía que es reformar los Tratados, recuperar de modo efectivo el principio de subsidiariedad,  escuchar lo que dice la opinión de cada nación y tratar de preservar lo principal de la Unión: un espacio de libre mercado, de integración, libertad, democracia y seguridad sin cesiones innecesarias de soberanía ni una burocracia cara y sobredimensionada en una torre de Babel.

Dado que no existe un sujeto fundacional único (el pueblo español, el pueblo francés, el pueblo alemán…) la construcción de un superestado europeo tiene que ser el resultado de un proceso lento y progresivo, ampliamente aceptado por la opinión y eliminando aquellos elementos burocráticos y costosos que sólo responden a satisfacer una reubicación de políticos nacionales desplazados a Bruselas.

La Unión Europea está en una encrucijada con serios enemigos apostados a la espera de su disolución. El populismo extremista de izquierda y derecha es una amenaza, incluso xenófoba, para un espacio de libertad. Esta es la hora de la reflexión sobre un modelo de Unión realizado de espaldas a la realidad, a la opinión y a la historia de Europa. Se impone una vuelta aristotélica a la realidad. Se trata de considerar la relevancia del hielo en la cubierta del Titanic. En lugar de poner a enfriar champán hay que abandonar utopías platónicas de federación inmediata y ajenas a la opinión de los pueblos de Europa.

Guillermo Gortázar es coautor, junto con Margaret Thatcher 'et alt.', del libro 'Visiones de Europa' (Madrid, 1994) y acaba de publicar 'El salón de los encuentros. Una contribución al debate político del siglo XXI'. (Unión Editorial, Madrid, 2016).

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