Brexit en contexto

No creo que los extranjeros hagan un aporte positivo cuando pronuncian opiniones fuertes sobre cómo los ciudadanos de un país, o los de una unidad mayor como la Unión Europea, deberían decidir frente a una opción política importante. Nuestras percepciones, basadas en la experiencia internacional, a veces pueden resultar útiles; pero no debería existir ninguna confusión respecto de la asimetría de los roles.

Esto es particularmente válido en lo que concierne al referendo británico sobre si seguir formando parte de la UE o no. A escasos días de la votación, el resultado es demasiado reñido, y parece haber suficientes votantes indecisos como para inclinar la balanza hacia un lado o hacia el otro. Pero en un momento en el que la fragmentación política y social se extiende mucho más allá de Europa, los extranjeros tal vez puedan sumar cierta perspectiva sobre lo que realmente está en juego.

En primer lugar, no debería sorprender que, en términos de la distribución del ingreso, la riqueza y los costos y beneficios de un cambio estructural forzado, los patrones de crecimiento en la mayor parte del mundo desarrollado hayan sido problemáticos en los últimos 20 años. Sabemos que la globalización y algunos aspectos de la tecnología digital (particularmente aquellos relacionados con la automatización y la desintermediación) han contribuido a la polarización del empleo y el ingreso, ejerciendo una presión sostenida sobre la clase media en todos los países.

En segundo lugar, la crisis en curso en Europa (más parecida a una enfermedad crónica) ha mantenido el crecimiento en niveles demasiado bajos y el desempleo -especialmente el desempleo juvenil- en niveles inaceptablemente altos. Y Europa no es la única. En Estados Unidos, si bien la tasa formal de desempleo ha caído, los fracasos de gran escala en términos de inclusión han alimentado el desencanto -tanto de la izquierda como de la derecha- con los patrones y las políticas de crecimiento que parecen beneficiar desproporcionadamente a los ciudadanos de mayores ingresos.

Dada la magnitud de las recientes sacudidas económicas, los ciudadanos de los países desarrollados podrían estar más felices si hubiera pruebas de un esfuerzo concertado -basado en una repartición genuina de la carga- para hacer frente a estas cuestiones. En el contexto de Europa, eso implicaría un esfuerzo multinacional.

Pero, en general -y, nuevamente, en todo el mundo desarrollado- han faltado respuestas efectivas. Los bancos centrales se quedaron prácticamente solos con objetivos que exceden la capacidad de sus herramientas e instrumentos, mientras que elementos de la elite esperan la oportunidad de culpar a los responsables de las políticas económicas por el mal desempeño económico.

Frente a respuestas de políticas no monetarias que son entre deficientes e inexistentes en relación a la magnitud de los desafíos que enfrentamos, la respuesta natural en una democracia es reemplazar a los que toman las decisiones e intentar algo diferente. Después de todo, la democracia es un sistema para la experimentación, así como para la expresión de la voluntad de los ciudadanos. Por supuesto, los "nuevos" tal vez no sean mejores y hasta podrían ser peores -quizá significativamente peores.

En tercer lugar, la UE enfrenta, de una manera más severa, un problema que afecta a gran parte del mundo desarrollado: fuerzas poderosas que operan más allá del control de las autoridades electas están forjando las vidas de los ciudadanos, haciéndolos sentirse impotentes. Pero si bien todos los países deben lidiar con los desafíos de la globalización y el cambio tecnológico, elementos importantes de la gobernancia en la UE están más allá del alcance de las instituciones democráticas, al menos aquellas que la gente entiende y con las que se relaciona.

Esto no quiere decir que la gobernancia local esté libre de problemas. No lo está. La corrupción, los intereses especiales y la simple incompetencia son problemas comunes. Pero la gobernancia democrática es en principio reparable, y las defensas y contramedidas institucionales en verdad existen.

La situación en la eurozona es particularmente inestable, debido al creciente alejamiento de los ciudadanos de una elite distante y tecnócrata; la ausencia de mecanismos de ajuste económico convencionales (tipos de cambio, inflación, inversión pública y demás); y las restricciones ajustadas para las transferencias fiscales, que envían señales poderosas respecto de los límites reales de la cohesión.

El Brexit es una parte de este drama mayor. Tiene que ver esencialmente con la gobernancia, no con la economía. Desde un punto de vista estrictamente económico, los riesgos tanto para el Reino Unido como para el resto de la UE están casi absolutamente a la baja. Pero si eso fuera lo único que contara, el resultado sería una conclusión inevitable a favor de quedarse.

La verdadera cuestión -la autogobernancia efectiva e inclusiva- no es fácil de enfrentar en ninguna parte, porque las fuerzas como la disrupción tecnológica no respetan fronteras nacionales. En parte, los británicos votan sobre si su capacidad para navegar en estas aguas turbulentas mejora o se ve reducida si siguen siendo miembros de la UE. Pero también está en juego una cuestión más fundamental de identidad política -como sucedió en el referendo por la independencia de Escocia en 2014.

Algunos británicos (quizás inclusive una mayoría), y muchos otros ciudadanos de la UE, siguen queriendo que las generaciones futuras se piensen a sí mismas como europeas (aunque con un orgulloso origen británico, alemán o español) y estén preparadas para intentar nuevamente una reforma de las estructuras de gobernancia de Europa. Y hacen bien en pensar que el mundo sería un lugar mucho mejor con una Europa unida y democrática como una fuerza importante tanto para la estabilidad como para el cambio.

Esa es mi esperanza, aunque puede parecer una expresión de deseo. Más allá del resultado del referendo del Brexit (como muchos extranjeros, espero que Gran Bretaña vote para quedarse y abogue por una reforma generada desde adentro), el voto británico, junto con tendencias políticas centrífugas fuertes y similares en otras partes, debería generar una reconsideración importante de las estructuras de gobernancia y acuerdos institucionales europeos. El objetivo debería ser restablecer una sensación de control y responsabilidad ante los electorados.

Ese sería un buen desenlace en el largo plazo. Exigiría un liderazgo inspirado en todos los rincones de Europa -incluido el gobierno, las empresas, la mano de obra organizada y la sociedad civil así como un compromiso renovado con la integridad, la inclusión, la responsabilidad y la generosidad-. Es un reto monumental; pero no un desafío imposible de cumplir.

Michael Spence, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at NYU’s Stern School of Business, Distinguished Visiting Fellow at the Council on Foreign Relations, Senior Fellow at the Hoover Institution at Stanford University, Academic Board Chairman of the Asia Global Institute in Hong Kong, and Chair of the World Economic Forum Global Agenda Council on New Growth Models. He was the chairman of the independent Commission on Growth and Development, an international body that from 2006-2010 analyzed opportunities for global economic growth, and is the author of The Next Convergence – The Future of Economic Growth in a Multispeed World.

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