'Brexit', historia de un error político

Estamos asistiendo a un triste momento histórico. Se trata de la salida de un Estado miembro tan importante como el Reino Unido, de un proyecto, el de la Unión Europea, que quizás, en términos continentales, es el que mayores cuotas de bienestar, paz y democracia ha proporcionado en los últimos siglos.

Y al utilizar el adjetivo triste, no lo hago en referencia exclusiva a los aspectos económicos y comerciales, que también, pues todos ellos han aumentado la calidad de vida de la sociedad británica y europea. Sin embargo, hago especial incidencia en las motivaciones y raíces que en clave electoral británica parecen estar en el origen de la decisión.

En su día, el primer ministro David Cameron, entendió como imprescindible neutralizar la alta intención de voto que parecía ostentar UKIP, formación política a la derecha del partido conservador que él representaba. La forma de hacerlo, en tanto en cuanto se suponía que en UKIP se agrupaban los euroescépticos, fue plantear una suerte de ultimátum a Bruselas. O se renegociaba el estatus del Reino Unido en la Unión al respecto de varias políticas -fundamentalmente las migratorias y sociales- o se vería obligado a convocar un referéndum sobre la permanencia en la Unión Europea.

La mayoría de los requerimientos de Cameron eran cuestiones admitidas de antemano, salvo los referidos a la libre circulación de personas, una de las columnas sobre las que se asientan los fundamentos de la integración europea. Tras una gira marquetiniana por algunas capitales europeas, Cameron tuvo que afrontar su propio reto y oficializar el referéndum.

Lógicamente, la campaña del primer ministro por mantenerse dentro de la Unión carecía de credibilidad alguna. Era imposible predicar a favor de la permanencia en la Unión cuando había apoyado ese ultimátum hasta pocas semanas antes. Desde la otra orilla del Támesis, el partido laborista atisbó en el brexit una baza electoral. Frente a un partido conservador con mayoría absoluta y una economía en crecimiento, los laboristas presentaban una intención de voto a la baja y un líder, Jeremy Corbyn, en entredicho.

Con este paisaje político, el laborismo hizoe también una campaña desdibujada y en modo alguno intensa a favor de la permanencia. El cortoplacismo electoral les llevó a pensar -y consiguientemente a priorizar- que si los conservadores perdían el envite en las urnas, caería su primer ministro, entrarían en crisis como gobierno y tendrían una opción electoral que jugar. De hecho, el brexit triunfó en muchos enclaves electorales de tradición laborista.

Aparentemente pues, ambos partidos mayoritarios coincidían en su apuesta por la permanencia. Ya dice un proverbio chino, que en política se puede dormir en la misma cama con distintos sueños.

Finalmente, Cameron perdió el referéndum, y el partido conservador la mayoría absoluta poco después. Su primera ministra Teresa May se juega el gobierno en las próximas semanas, apenas respaldada por un grupo político norirlandés, escéptico también respecto al acuerdo obtenido con la Comisión Europea. Actualmente el Gobierno de May se ve azotado por sus propias filas, desconozco si porque realmente anida en ellos el euroescepticismo, o se trata de una oportunidad en clave interna para, como corriente, sustituir dentro del partido a quienes hoy lo gobiernan desde Downing Street.

El partido UKIP, tras aflorar esa intención de voto causante de la convocatoria al pueblo británico y posteriormente del brexit, paradójicamente es hoy una propuesta política sin prácticamente ningún respaldo. El laborismo consiguió en clave electoral interna frenar el naufragio de su líder a la espera de consumar su pretendida baza electoral.

Así pues, las miras localistas que unos y otros han puesto de manifiesto están en el origen de una convocatoria a la que acudió el pueblo británico sin apenas información. O dicho de otra manera, con unos inputs informativos, que generaron una enorme incertidumbre de la que nació el miedo, principal y más aguerrido enemigo de la verdad. No sabemos qué sucedería en la hipótesis de un nuevo referéndum, pero sí tenemos la certeza, de que con la información que ahora se tiene sobre el coste de la salida y con la que de forma objetiva se facilitará en tiempo y forma, podría obtenerse otro resultado: bien, un refrendo del brexit, pero legitimado por un conocimiento mucho más exhaustivo, bien, un giro sensible en el escrutinio, fruto entre otras causas, de las consecuencias para los europeos y muy especialmente para el Reino Unido.

A este respecto, la interdependencia global no tiene excepciones. Emma Bonino decía que en Europa hay solo dos tipos de países "los pequeños y los que todavía no saben que lo son". El pueblo británico, quizás el de mejores dotes negociadoras del mundo -Gibraltar es el último ejemplo-, no es ajeno a esta realidad incontestable.

Lejos quedaron los tiempos del laborismo de Blair o de su ministro sin cartera, el precursor de la tercera vía, Anthony Giddens. Este dejó escrito en 2005 que si el Reino Unido saliera de la Unión Europea "perdería mucha más soberanía de la que ganaría, si por esta entendemos un verdadero poder para influir en el resto del mundo… Son muchas las cuestiones y los problemas que actualmente tienen su origen en un nivel superior al del Estado nacional y que no pueden resolverse dentro de los limites de este". A lo que añadía "que los escoceses y galeses seguirían tomando a la UE como referencia, lo cual podría llevar al desmembramiento del Reino Unido".

Sabemos de la sapiencia del ciudadano británico y creemos que su clase política no ha estado a la altura de las circunstancias. Se atribuye al legendario y admirado W. Churchill la sentencia de que "Inglaterra no tiene amigos ni enemigos, sino intereses de Estado", sin embargo, probablemente, esos intereses estaban y deben seguir estando con sus amigos europeos.

Rafael Ripoll Navarro es profesor de Derecho comunitario y director del Instituto de Estudios Europeos de la Universidad Católica de Valencia.

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