Brexit para perplejos

Hay dos razones por las cuales la salida del Reino Unido de la Unión Europea se ha complicado de forma extraordinaria. La primera era previsible: la operación de retirada es de una envergadura mayúscula y no tiene precedentes. Nadie sabe en qué consiste dejar de ser un Estado miembro, un verdadero tsunami político y jurídico. Si el país que se marcha además aspira a mantener una relación económica con la Unión y el reloj corre en su contra, el club europeo se sitúa en posición clara de ventaja, como si se tratase de pactar una nueva adhesión.

Pero la segunda explicación de esta etapa tan convulsa en la política de Londres dista mucho de ser una dificultad objetiva como la primera. Produce desasosiego, porque revela hasta qué punto la ola populista ha afectado a la democracia parlamentaria más venerable que conocemos. Una de las mejores diplomacias del mundo, capaz de mantener durante doscientos años la misma estrategia de estar presente en todos los proyectos internacionales en los que debía influir, no ha podido hacer su trabajo. La política británica está dominada por voces altisonantes, que ya no creen en sus expertos. Frente a la defensa de los intereses generales del país, los conductores del Brexit han elegido perderse en los laberintos de las pasiones nacionalistas y las luchas partidistas. Después de casi tres años del fatídico referéndum de salida no hay acuerdo ni en el Gobierno ni en el Parlamento sobre el tipo de relación futura con la Unión como tercer Estado o sobre las condiciones de un período transitorio que permita negociar una asociación permanente.

Ante este caos tan llamativo, a los que profesamos amistad y admiración hacia los británicos nos toca adoptar la actitud flemática y desapasionada que ellos despliegan en sus mejores momentos. La cercanía de la fecha prevista de ruptura pone a la segunda economía de la Unión al borde del abismo. Pero mientras se gestiona desde Bruselas con responsabilidad una prórroga más y se evita el accidente histórico de la salida sin acuerdo, conviene hacer una exploración más serena del Brexit. Propongo despegarnos de las urgencias para entender mejor el trasfondo de este asunto que nos llena de perplejidad. El primer elemento de análisis es el más evidente: la responsabilidad de la situación es del Reino Unido.

En vez de declarar victoria por el éxito continuado de su país al conseguir todos sus objetivos europeos, David Cameron convocó un referéndum sobre permanencia o salida que no demandaba su sociedad. El primer ministro aspiraba a resolver una fronda entre conservadores, que desde entonces solo ha ido a peor.

Tras la consulta, una gran parte de la clase dirigente británica entró en shock. No había plan alguno para gestionar la ruptura. Theresa May entabló unas negociaciones en dos pistas, con Bruselas y con su partido. El acuerdo de noviembre de 2018, sin ratificar, solo le permite exhibir un triunfo ante los suyos, la eliminación de la libre circulación de trabajadores, en realidad una libertad económica que beneficia claramente a su país. A cambio, deja en el aire la relación con la UE del sector de servicios, que representa el 80% de la economía británica. La negociación ha puesto de manifiesto hasta qué punto la vigencia de la constitución no escrita del Reino Unido depende de su pertenencia a la Unión Europea, en especial la relación de Inglaterra con Escocia e Irlanda del Norte.

Sin la inestimable ayuda de Jeremy Corbyn la primera ministra no habría podido sobrevivir tanto tiempo. La mera posibilidad de que gane unas elecciones une a los conservadores en su preferencia por mantener en su puesto a la primera ministra y también a muchos laboristas. Corbyn no ha articulado a estas alturas una estrategia alternativa para un Brexit blando, inspirado por ejemplo en el status de Noruega. Tampoco acepta la petición de la mayoría de sus diputados laboristas a favor de un segundo referéndum. Gideon Rachman lo ha caracterizado con exactitud al decir que es una de esas personas que piensan que el Reino Unido se equivocó de bando en la guerra fría.

La segunda perspectiva para explicar la situación actual del Brexit es igualmente relevante: la Unión Europea tiene también su parte de responsabilidad.

El mejor proyecto político de la historia contemporánea no ha sabido renovar sus ideales en el siglo XXI, es decir, reconectar la Europa organizada con la Europa civilizada. La toma de decisiones en la Unión se ha vuelto demasiado compleja y tecnocrática, en unos años en los que la crisis económica y la avalancha migratoria ponían a prueba su propia existencia. En todos los Estados miembros ha hecho mella el discurso populista y nacionalista. Es cierto que la amenaza de desintegración y el miedo al efecto contagio han llevado a un alto grado de unidad de acción. El Brexit ha funcionado más como argamasa que como dinamita. Pero el error ha sido adoptar lo que Joseph Weiler ha llamado un «enfoque punitivo», el intento de castigar al que elige marcharse, sin entender que el mejor objetivo es mantener la máxima interdependencia y la mayor cooperación con el Reino Unido en tantos campos donde nos seguiremos jugando juntos el futuro.

La Unión aún no ha interiorizado que el verdadero dividendo europeo del Brexit es que no se llegue a producir. Ha hecho demasiadas proclamas de hartazgo, cuando debe mirar a largo plazo y mostrar toda la paciencia necesaria. En palabras de Timothy Garton Ash, «el mejor Brexit es que no haya Brexit». Si la nueva prórroga solicitada de las negociaciones de salida se convierte en un período prolongado, puede surgir la ocasión de reconducir la ruptura y convocar un nuevo referéndum sobre las realidades del Brexit, en vez de las fantasías. Sería preciso en esos meses proponer desde Bruselas y las capitales nacionales un proyecto de una Unión Europea renovada, al que merezca la pena contribuir desde ambos lados del Canal de la Mancha. Si los británicos eligen entonces la permanencia, habría mucho que celebrar. Se habría demostrado que el populismo puede frenarse. También que la integración es más resistente y más flexible de lo que se piensa. Sería la primera vez en diez años que la Unión recibe muy buenas noticias.

José M. de Areilza Carvajal, profesor de ESADE y secretario general de ASPEN INSTITUTE ESPAÑA.

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