Brexit, ¿punto y aparte?

A corto plazo, el proceso de salida del Reino Unido se encuentra ante un punto y seguido, dado que los británicos se retiran hoy de las instituciones, pero seguirán en el mercado interior y la unión aduanera al menos hasta el 31 de diciembre, cuando finaliza el período de transición. Una fase que debiera prolongarse, ya que no será posible negociar el marco que defina la nueva relación en menos de un año. Pero, sobre todo, la sociedad británica y su clase política seguirán profundamente divididos sobre la cuestión del encaje del Reino Unido en Europa, lo que no quedará zanjado cuando esta medianoche se arríe la bandera de la Union Jack en Bruselas y Estrasburgo, tras 47 años de membresía británica en la Unión. El dilema se remonta al final de la Segunda Guerra Mundial, causando fracturas importantes en distintos momentos tanto en los conservadores como en los laboristas.

Si bien Winston Churchill impulsó el Congreso de La Haya de 1948 y la idea de los Estados Unidos de Europa, el Gobierno laborista de Attlee declinaría firmar en 1951 el primer Tratado comunitario, el de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, en desacuerdo con el carácter supranacional y federalizante del proyecto, y el poder que se confería a la Alta Autoridad, el primer ejecutivo de la Unión.

Tampoco se adhirió Reino Unido al Tratado de Roma en 1957, que puso en marcha el Mercado Común, al rechazar el conservador Eden el establecimiento de la unión aduanera, incompatible con el sistema de preferencias comerciales con las antiguas colonias, agrupadas en la Commonwealth. El Reino Unido en cambio impulsaría una organización rival y estrictamente intergubernamental, la Asociación Europea de Libre Comercio, establecida en 1960, junto a países como Suecia, Noruega, y Dinamarca.

Sin embargo, solo un año después (1961), el también conservador Macmillan presentaría la primera solicitud de adhesión a las Comunidades Europeas, convencido del éxito económico del Mercado Común, la necesidad de influir en la dirección de Europa y traumatizado por el abandono estadounidense durante la crisis de Suez de 1956. Las excesivas peticiones de exenciones al acervo comunitario que solicitaron los negociadores británicos dieron a De Gaulle la excusa perfecta para vetar la adhesión en 1963, postura que mantuvo cuando el laborista Wilson presentó una segunda solicitud de adhesión en 1967. Finalmente, tras la salida del general en 1969, el conservador Heath pudo firmar el ingreso del Reino Unido en 1972. En 1975, con Wilson de nuevo en el poder, se celebró el primer referéndum sobre la permanencia en las Comunidades, tras una breve renegociación, y que ganaría el “sí” con el 67 por ciento de los votos, con el apoyo de conservadores, liberales, y la neutralidad del Partido Laborista, con dos tercios de su militancia a favor del “no”, y que en 1983 presentaría a las elecciones generales un programa radical que incluía la salida. Una orientación que corregiría poco después Neil Kinnock, con la ayuda de Delors y su apuesta por la Europa social.

Entretanto, Thatcher, tras conseguir en 1984 la devolución de dos tercios de su contribución al presupuesto comunitario, apoyaría decididamente el lanzamiento del mercado interior que supuso el Acta Única de 1986, oponiéndose al tiempo a la unión política (discurso de Brujas, 1988) y la moneda única (1990), lo que paradójicamente contribuyó a su caída en desgracia en Partido Conservador. Será el Tratado de Maastricht (1991), portador de la Política Exterior y de Seguridad Común, y del euro lo que dividirá profundamente al partido de Churchill, Macmillan y Heath, fractura que Cameron intentó resolver, infructuosamente, con el referéndum de 2016.

Es pues, en los noventa, cuando cobra fuerza el euroescepticismo de derechas en el Reino Unido, en el marco del debate sobre Maastricht, que el conservador John Major logra firmar a pesar de la rebelión de una parte de su grupo parlamentario, pero quedándose fuera del euro. Todo ello sin olvidar el frente de la opinión publicada: en 1989 Boris Johnson empieza su carrera como corresponsal en Bruselas del Daily Telegraph, dando inicio a su serie de crónicas euroescépticas, plagadas de chascarrillos y falsedades, una tendencia que se generalizaría a lo largo de la década entre una buena parte de la prensa inglesa, en particular los periódicos del australiano Rupert Murdoch. En 1993 se funda el Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP, por sus siglas en inglés), y que popularizaría años después el eurófobo Nigel Farage.

A principios del nuevo siglo el laborista Blair trata de adherirse a la unión monetaria, ante la oposición de su ministro de hacienda, Gordon Brown, y da su apoyo a la Constitución Europea, que naufraga en los referendos de Francia y Holanda, pero que rescata en su mayor parte el Tratado de Lisboa. Entretanto, la guerra de Irak pulveriza el predicamento británico en la Unión. Justo en mayo de 2010, cuando Cameron llega al poder, estalla la crisis del euro al conocerse las cifras reales del déficit y la deuda pública griegos. Un año antes, el UKIP de Farage quedaba segundo en las elecciones europeas, detrás de los conservadores, con un 16 por ciento de los votos. Para cuando se celebra el referéndum de 2016, Europa es descrita por los eurófobos como un lugar asolado por la crisis económica y las olas de refugiados que llegan de Oriente Medio y África.

Sirva este somero repaso de la trayectoria británica en Europa para distinguir en la cuestión del Brexit los factores coyunturales de los estructurales. Entre los primeros, hay que citar el fracaso de Blair en su apuesta por el euro, la decisión de Cameron de convocar un referendo que carecía de toda demanda social, las poco favorables circunstancias externas en las que se celebró, y una campaña, la del Brexit, más efectiva, también por el uso indiscriminado de falsedades y medias verdades. Tampoco la oposición supo aprovechar el control del Parlamento del que disponía cuando Johnson propuso convocar elecciones generales. Pero sin duda son más relevantes los factores estructurales: la nula pedagogía europea de los sucesivos Gobiernos británicos y el papel de los tabloides a lo largo de 30 años, lo que generó mitos como que Europa está dirigida por burócratas no elegidos, o que la Unión es la culpable del declive de la pesca y la industria británicas, y de la inmigración extraeuropea, lo que explica que el Brexit triunfara en los distritos tradicionalmente laboristas. Mas, mentiras aparte, es cierto también que en última instancia, y desde el principio, la sociedad británica se encuentra hamletianamente dividida, prácticamente por la mitad, ante la filosofía misma del proyecto europeo, esto es, la puesta en común de la soberanía, en detrimento del parlamento de Westminster.

La salida del Reino Unido resuelve este dilema institucionalmente, pero no para siempre. Habrá que ver cómo evoluciona el papel de este país en el mundo fuera de Europa, y su nivel de vida, sin participar en el principal mercado interior del mundo. Entretanto, los europeístas británicos tienen la posibilidad de empezar una batalla a largo plazo, más cultural que electoral, apoyados en las nuevas generaciones cosmopolitas, según vayan progresivamente adquiriendo un mayor compromiso político, con la vista puesta a volver más pronto que tarde, a la casa común europea. La Unión, por su parte, podrá hacer de la necesidad virtud, aprovechando la ausencia de las instituciones del principal freno a la unión política federal, justo cuando se apresta a iniciar este 9 de mayo, en el 70 aniversario de la Declaración de Schuman, la Conferencia sobre el Futuro de Europa.

Domènec Ruiz Devesa es eurodiputado y portavoz socialista en la Comisión de Asuntos Constitucionales.

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