Brexit, un falso problema

Mis colegas universitarios británicos, tanto tories como laboristas, son contrarios a la salida del Reino Unido de la Unión Europea, pero comparten las justas razones de los defensores del Brexit. ¿Cómo es posible semejante contradicción?

Hay que escucharles atentamente para comprenderlo. Y, como todo, tiene su explicación.

Empiezan recordando que el Reino Unido es un país libre y democrático. Ciertamente lo es y puede decirse, sin exageración, que en el terreno democrático pocos países pueden darles lecciones en eso. Por ese lado, nada les aporta la UE.

En segundo lugar, y aquí reside el inicio del desacuerdo, el Reino Unido ha venido reivindicando una serie de reformas en el seno de la UE, que han sido rechazadas sin paliativos.

Los británicos quieren una UE menos burocrática. Han denunciado el derroche presupuestario que supone la pesada y privilegiada situación de los funcionarios al servicio de las instituciones europeas; con sueldos, prestaciones y horario laboral muy favorables y, en todo caso, superiores a los funcionarios de los Estados miembros.

Por otro lado, los ciudadanos británicos disponen de unas coberturas sociales universales que deben ser extendidas a todo ciudadano europeo cuando desplaza su trabajo y residencia al Reino Unido. Me refiero a salarios, jubilaciones y demás prestaciones sociales. Las evidentes diferencias con ciudadanos de otras nacionalidades, principalmente, los procedentes de las últimas incorporaciones, exigen un esfuerzo presupuestario que no da para tanto. Por eso, el Reino Unido  negoció un período transitorio más largo, el necesario para que estos nuevos británicos pudieran contribuir con su trabajo a equilibrar los fondos públicos. La UE tampoco cedió en esto.

En tercer lugar, el Reino Unido nunca vió con buenos ojos la cesión de la autonomía jurisdiccional en favor de la Corte Europea de Luxemburgo. Que sus tribunales británicos tengan que plegarse a las sentencias dictadas fuera de su territorio, es una cuestión sumamente delicada pues el verdadero poder, en los Estados democráticos, reside precisamente en el empleo de la fuerza, confiada exclusivamente a los tribunales de justicia. Los Estados suelen aceptar la cesión de soberanía legislativa, que la norma se elabore en una institución supranacional, pero no son proclives a ceder soberanía jurisdiccional; es decir, se reservan la última palabra, la de la aplicación de la ley, que para eso están los tribunales de justicia.

Por último, y no la menos importante, el Reino Unido siempre ha mirado con recelo a la UE entre otras razones, además de su insularidad, porque su mirada ha estado siempre, y más ahora, en el continente norteamericano. No olvidemos que EE UU son sus primos hermanos; y los primeros interesados en que la UE no sea fuerte, y no ponga en peligro su liderazgo en el mundo. Los hechos lo confirman: no ha faltado tiempo para que el presidente estadounidense haya ofrecido al Reino Unido una suerte de plan Marshall con inversiones gigantescas y acuerdos comerciales privilegiados tan pronto se haga efectiva la salida de la UE.

Fracasadas, por tanto, las negociaciones para reformar (razonablemente) la UE, la decisión británica ha sido coherente, respetuosa y democrática.

Coherente porque no han renunciado a sus propuestas ni a sus principios. Respetuosa porque no fuerzan: se retiran. Y democrática pues su democrático Gobierno sometió la decisión al escrutinio de las urnas en un referéndum con el resultado conocido.

Creo que mis amigos y colegas británicos tienen mucha razón, y yo también les comprendo. Quieren seguir en la UE pero no a ese precio.

La pregunta es cómo la UE vivirá la paradoja de la ausencia del Reino Unido cuando el inglés seguirá siendo la lengua común de todos los europeos.

Ignacio Arroyo Martínez es expresidente de la Harvard Law School Association of Europe y catedrático de Universidad.

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