Britannia

Los tratadistas clásicos pudieron definir la Constitución británica como «un camino que anda». Con ello quería expresarse que el sistema constitucional de las islas, que carece de una norma fundamental escrita con voluntad de racionalizar y fijar de una vez las reglas del sistema político, era la simbiosis perfecta del pasado y del presente, sin perder de vista el futuro. Se ha escrito mucho en los días pasados acerca de la pérdida de los rasgos clásicos de la identidad política británica, al hilo de la sucesión en pocas semanas de tres ocupantes en Downing Street. No cabe ignorar que el Brexit ha supuesto adentrarse por un camino desconocido, pleno de interrogantes. Pero, incluso al margen de que en el pasado el sistema también superó crisis episódicas ('home rule', independencia irlandesa, proceso de designación de Baldwin como 'premier', abdicación de Eduardo VIII, crisis de Suez y revuelta contra Eden o el caso Profumo, por citar algunas de las menos recientes), lo cierto es que, aun en el presente escenario, existen rasgos que muestran que nos hallamos ante un régimen político que sigue siendo sólido, y que en muchos parámetros goza de mejor salud que otros pacientes. Así, el hecho de que las dimisiones de Johnson y de Truss hayan sido el resultado de la iniciativa de los 'backbenchers', diputados sin cargos en el Gobierno, es una muestra del trascendental rol que siguen jugado los parlamentarios individualmente considerados, lo que confiere al sistema de un dinamismo desconocido (¿inimaginable?) en otras latitudes en donde la disciplina de voto y la obediencia al líder son la tónica política, incluidos muchos sistemas calificados como democráticos. Por otra parte, la rapidez con que se han solventado las diferentes crisis también sería un síntoma de la preservación de la mejor tradición política británica.Britannia

No cabe duda de que, si tuviéramos que enumerar los grandes pueblos o naciones que han determinado la historia mundial, entre ellos se encontraría (junto al nuestro, debe reconocerse sin pudor) el británico. Y, más aún, deberíamos admitir que, si existe una comunidad dotada de singularidad propia, con caracteres no del todo asimilables a los de otras latitudes más homogéneas, en lugar destacado se encontraría el pueblo británico. La insularidad, el clima, la historia… son factores que quizá se hallen detrás de esos caracteres únicos: la flema, el humor, el sentido cívico, la tradición, la excentricidad encapsulada… son notas estereotipadas, bien es verdad, de un pueblo que, conviene no olvidar, ha dado al resto del mundo lecciones únicas, y no tan lejanas, de amor por la libertad y de sacrificios para conservarla.

No en vano, suele afirmarse, no sin razón, que ellos inventaron la democracia. Salvando el precedente ateniense, el parlamentarismo como régimen es una creación inglesa… parlamentarismo como protodemocracia, paso necesario e ineludible para alumbrar esta última. No debe olvidarse que estamos ante un país que no ha conocido la autocracia desde el siglo XVIII y que, más allá del conflicto civil de mediados del XVII, no ha tenido que asistir a guerras civiles. Un país amante de la libertad, como se ha afirmado, entendida esta sin erigirse en obstáculo en la búsqueda de la igualdad real, pues británico también es el origen de nuestros estados del bienestar contemporáneos (informe Beveridge de 1942). Un sistema político que, a través de institutos, que en ocasiones han podido provocar una atrevida sonrisa irónica en la mentalidad académica occidental, ha preservado el tesoro que ellos hallaron primero. Y los ingleses (valga como sinécdoque) han entendido como quien más que la democracia no es solo fondo, sino también forma, que esta no solo es un resultado, sino un método, un procedimiento (un diálogo en sentido habermasiano), la garantía de que no se aplastará a la minoría por más apabullante que sea la fuerza de la mayoría.

Junto a ello, nos hallamos ante una sociedad que reverencia su historia, sin que esto quiera decir que no sepa valorar críticamente episodios de su pasado. Pero este último, en cualquier caso, se antoja como elemento insustituible para entender el presente y, sobre todo, para afrontar con determinación el futuro. La cantidad de monumentos y estatuas presentes en sus calles y plazas, las innumerables lápidas con los nombres de los caídos en sus múltiples guerras presentes en cada pequeño pueblo, y hasta las mismas series o películas de producción nacional (son maestros en el tratamiento histórico cinematográfico) constituyen muestras de lo señalado. Un dato adicional ilustrativo de lo señalado. Hasta hace poco, en el salón de sesiones de los Comunes, cerca de la bancada del Gobierno, uno podía reparar en la presencia de una pequeña caja de tapa transparente en donde se hallaban, separadas en filas, arenas de las cinco playas del Desembarco: Juno, Sword, Gold, Omaha y Utah (hoy se puede ver en la galería real del propio palacio de Westminster).

Y, como síntesis de los dos elementos referidos, la 'pompa y circunstancia'. Por más que puedan parecer (a determinadas mentalidades cartesianas) extravagantes e incluso algo ridículos determinados aspectos del ceremonial, no hay que olvidar el importante papel que cumple el mismo como elemento de autointegración de una comunidad. Los símbolos, el protocolo, no son cuestiones baladíes; son herramientas claves para la autoidentificación y el autorreconocimiento de una colectividad, y esta afirmación sigue siendo válida, podría decirse que incluso aún más que en determinados tiempos pretéritos, en la tercera década del siglo XXI, ante una realidad que muchas veces nos supera y ante la que buscamos referentes a los que asirnos. Entre esos anclajes que los británicos buscan y han optado por conservar se encuentra su monarquía, 'dignified part' (parte dignificada) frente a las 'efficient parts' (eficientes) del sistema político, tal y como las definiera y clasificara Bagehot, símbolo y no poder, encarnación del pasado y del presente de la comunidad.

Isabel II cumplió con creces esa misión constitucional. No exenta de críticas en el pasado, ha muerto entre alabanzas unánimes al reconocérsele el desempeño de su cometido profesional bajo una estricta ética de resonancias kantianas. Un rey-funcionario, podríamos decir, pues no se apartó siquiera un ápice de ese imperativo que era cumplir con su deber. Como señala el Enrique V shakesperiano en la vigilia previa a Agincourt, tras el ceremonial nada queda sino el hombre o la mujer, y aquel no puede engañarnos respecto a la pesada carga que implica el cumplimiento del deber. La vida de Isabel ha sido un claro ejemplo de lo afirmado por su antepasado dramatizado. Por más que en estos días hayamos podido olvidarlo, hay que recordar que hace unas semanas enterramos a un ser humano, a una mujer que como tal pasó sus días con alegrías y tristezas, con esperanzas y preocupaciones, pues el armiño no elimina, ni mucho menos, las miserias que rodean la condición humana.

Isabel subió al trono en un mundo que se iba para no regresar jamás. Pero la Corona cumplió una vez más con su papel: facilitó el tránsito a la nueva era e incluso, con sus múltiples viajes, reinventó el Imperio en Commonwealth, devolviendo el orgullo a sus ciudadanos. En cierto modo, puede afirmase que Isabel, y la Corona más ampliamente, encarna lo eternamente británico, viniendo a ser en la actualidad como el armario de los cuentos de C. S. Lewis, que permite a los habitantes de las islas revisitar su infancia, el pasado en el que soñaron lo que habrían de ser.

Alfonso Cuenca Miranda es Letrado de las Cortes Generales.

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