Brumas libanesas

Por Gustavo de Arístegui, diplomático, diputado por Ciudad Real y portavoz de Exteriores del PP en el Congreso (EL MUNDO, 25/11/06):

El salvaje asesinato de Pierre Gemayel, hijo y sobrino de presidentes de la República del Líbano, y nieto del fundador de su partido -el Kataeb-, abre otra vez las puertas del infierno de la guerra en el país de los cedros. Es verdaderamente repugnante que los espurios y malévolos intereses de unos pocos vuelvan a empujar a millones de personas al abismo de la destrucción, el odio y la muerte. Las expansivas ambiciones de unos, las desmedidas ansias de poder de otros, la cobardía de no pocos y la endémica debilidad de esta pequeña gran nación y de su Gobierno son sin duda el más explosivo cóctel de inestabilidad y conflicto.

Sorprende, por no decir que indigna, el alto grado de desconocimiento y frivolidad de algunos análisis que a diario se vierten sobre esta región en general y este complejísimo país en particular, seguramente el más poliédrico y enmarañado de una de las regiones más complicadas del planeta. No sólo por sus consabidas 18 ó 19 comunidades étnico-religiosas, su frágil democracia comunitario-confesional, el haber sido campo de batalla de la Guerra Fría y de otras contiendas regionales, o de las ambiciones anexionistas de su vecino oriental. Es también por el cruce de intereses geopolíticos de la región, en los que algunos actores con pretensiones de gran potencia, intentan hacerse con el control del país, experimentar el modelo Hizbulá y, si pueden, exportarlo a otros países con mayoría o importantes minorías chiíes. Por eso resulta imprescindible tratar de atravesar con un poco de seriedad las mortíferas brumas libanesas.

En el Líbano hay un grave problema de lealtades y de prioridades; para algunos libaneses es mucho más importante la lealtad a su comunidad étnica o religiosa que a su país, y, lo que es infinitamente peor, otros sólo reciben órdenes de potencias extranjeras en flagrante contradicción con los intereses de su propio país. Éste es claramente el caso de Hizbulá y su dependencia irano-siria (es mucho más importante la influencia iraní que la de la segunda), como lo es también en gran medida el caso de la otra organización chií: Amal, de inequívoca obediencia siria.

Estos grupos no se resignan a que la aplastante mayoría de los libaneses quiera vivir en paz, libertad y seguridad en un país verdaderamente soberano e independiente, o a que la inmensa mayoría de ellos quieran mantener buenas relaciones con Occidente, lo que en ciertos sectores es considerado un imperdonable pecado. En este sentido, conviene reconocer que, por una vez, las potencias coloniales europeas, que habían cometido innumerables errores en la descolonización, acertaron al hacer del Líbano un Estado independiente, pues su fuerte personalidad y singularidad se había hecho notar durante muchísimos siglos.

Por otra parte, conviene recordar el muy singular sistema constitucional libanés surgido del Pacto Nacional de 1943, en el que la potencia colonizadora, Francia, concede la independencia al país sobre la base de un reparto confesional del poder del Estado, sobre la base del peso demográfico que cada una de las comunidades confesionales tenía en la población del país. En consecuencia, la Presidencia de la República estaba reservada a los maronitas (católicos de rito oriental), que eran la comunidad más numerosa del país, la Presidencia del Gobierno a los musulmanes sunníes, y la del Parlamento unicameral a los musulmanes chiíes. La cuarta comunidad en importancia era la de los drusos, una escisión del chiísmo considerada herética por los más puristas del islam, tanto sunní como chií, de la que su máximo líder es Walid Jumblatt, cabeza visible del Partido Socialista Progresista, y viejo miembro de la Internacional Socialista, hoy inequívocamente proindependencia e inmensamente crítico con las pretensiones hegemónicas de Siria sobre su país. La quinta en importancia era y sigue siendo hoy la de los greco-ortodoxos.

Los demás puestos de importancia de la Administración y del Gobierno están repartidos sobre la base del peso demográfico de las distintas confesiones y comunidades libanesas. Una de las excusas esgrimidas por los señores de la guerra para mantener vivo el rescoldo de la guerra civil era que el reparto confesional se fundamentaba en una situación demográfica completamente superada por la realidad. No se entiende, en consecuencia, que después de 200.000 muertos y 15 años de guerras civiles, se volviese en los Acuerdos de Paz de Taif (ciudad del occidente de Arabia Saudí) al mismo reparto de máximas magistraturas decidido en el Pacto Nacional de 1943, que algunos desalmados utilizaron como pretexto para seguir matando.

Durante 15 años de guerras fratricidas, y casi 30 de ocupación siria, los libaneses no se atrevían a manifestar su opinión y a defender la independencia total de su país. De hecho, los más prudentes eran abiertamente críticos con la ocupación siria, pero si se hablaba con ellos fuera de la pequeña nación. Los pocos personajes arriesgados, valientes y patrióticos que se atrevían a hablar en el interior eran rápidamente silenciados por medio del soborno, la amenaza, la coacción, el chantaje, el secuestro y la tortura o el asesinato.

La lista no entendía de clases sociales, de profesiones o de jerarquías; así fueron asesinados dos presidentes de la República: el muy carismático Bashir Gemayel -tío del asesinado Pierre Gemayel- y René Muawad -cuya elección contó con el beneplácito de Damasco, si bien sorprendió por su lenguaje directo, claro e inequívoco a favor de un Líbano libre e independiente-, y primeros ministros como Rashid Karame o Rafic Hariri, dos grandes hombres de Estado comprometidos con su país y con su pueblo. Otras personalidades importantes fueron asesinadas, buscando la desactivación de la oposición y de la crítica de personajes con peso, influencia y prestigio en sus sociedades.

Danny Chamoun, también hijo de presidente y él mismo aspirante a la máxima magistratura del Estado, fue asesinado y toda su familia aniquilada a excepción de un bebé de meses hábilmente escondido en un armario gracias al coraje y habilidad de sus niñeras. Los últimos asesinatos de Yubrán Tueni, Samir Kassir, George Hawi (líder comunista libanés, greco-ortodoxo y ex miembro de Hizbulá) o del propio Pierre Gemayel, obedecen a los mismos motivos. A esta larga, casi interminable lista hay que añadir a algunos extranjeros que significaron en la defensa de esa hermosa y entrañable república mediterránea. Me toca el doloroso pero inevitable deber de recordar la figura de mi padre, que amó profundamente al Líbano y que por su defensa abierta y sin ambages de la independencia y soberanía del país de los cedros, fue asesinado el 16 de abril de 1989.

Hoy podemos constatar con inmensa preocupación cómo los máximos defensores de la independencia del Líbano están siendo asesinados impunemente. La actual racha de asesinatos políticos se inicia con el del ex primer ministro Rafic Hariri, al que el responsable de los servicios de inteligencia sirios en el Líbano (auténtico virrey sirio en Beirut) amenazó en su despacho de la localidad fronteriza de Chtoura, advirtiéndole que se podía enfrentar a nefastas consecuencia si su grupo parlamentario no apoyaba la extensión del mandato del actual presidente de la República, el maronita ultra prosirio Émile Lahoud. Hariri le dijo que no lo haría nunca; unos días más tarde estaba muerto. Cada uno puede sacar sus propias conclusiones. El ministro del Interior, el sanguinario Ghazi Kanaan, él mismo anterior virrey sirio en el Líbano (quien, por cierto, fue responsable de los asesinatos de cientos, quizás miles de personas, incluido mi padre) se suicidó en extrañas circunstancias, para seguramente evitar cualquier conexión entre sus crímenes y la jerarquía política siria.

El grave problema es que uno de los propósitos de quienes han inspirado y realizado los asesinatos era evitar que Naciones Unidas aprobase la creación de un Tribunal Internacional que investigase los asesinatos políticos. Tampoco puede caber duda de que la laxitud internacional antes estos horrendos crímenes ha contribuido de manera decisiva a envalentonar a sus instigadores, de manera que pensaron, una vez más, que podrían salirse con la suya. La comunidad internacional no puede permitir que la impunidad sea premiada.

Las víctimas han sido cristianos, musulmanes y drusos, de izquierdas y de derechas, liberales, apolíticos, ateos y también agnósticos. Poco importa, los ignorantes expertos de salón tratarán de vendernos el actual conflicto como una guerra civil entre musulmanes y cristianos, entre prooccidentales y los demás (es decir no se sabe muy bien quién). Pero no, se trata de otro tipo de conflicto, no es una guerra civil, es una guerra de opresión, de quienes pretenden someter al Líbano a potencias extranjeras frente a los que defienden su independencia. Lo que se cierne sobre el Líbano es más bien una lucha por su soberanía, una verdadera guerra de independencia, que esperemos se gane en el campo de la ideas y con la presión internacional y sin que haya ni un muerto más.

Hay una minoría de libaneses que ha decidido tomar partido por los que quieren someter a su propio país a un yugo extranjero, que es, por lo que se ha podido comprobar, especialmente odioso y opresivo. Estos personajes no pueden más que ser calificados de verdaderos traidores a su patria (palabra, por cierto, injustamente denostada por la cobarde corrección política occidental). Los libaneses, el mundo entero y la Historia juzgarán sus abyectas intenciones.