Budapest, 1956: un grito de libertad

Los turistas en esa joya de gran ciudad fluvial centroeuropea que es Budapest tienen desde hace unos años una atracción añadida a museos, palacios y cafés en una exposición permanente en la calle Andrassy 60. Durante muchos años en el siglo XX, la mera mención de esta dirección producía escalofríos a los húngaros. Allí estaba la «Casa del terror», el cuartel general de la Policía política, primero de nazis húngaros y alemanes durante la II Guerra Mundial e inmediatamente después, y durante décadas, de los comunistas. Que heredaron de los nazis el cuartel, los calabozos, los métodos y hasta algunos verdugos. Ellos ampliaron los calabozos por los sótanos hasta convertirlos en un inmenso laberinto subterráneo bajo los venerables edificios de aquel barrio de bulevares de la alta burguesía. El chekismo húngaro del AVH alcanzó cotas de sadismo legendarias. «Me tumbaron boca abajo, uno se me sentó en el culo y me levantó los pies y otro me golpeó las plantas con una barra de hierro hasta que eran un guiñapo de carne. Después de eso me obligaron a estar nueve días de pie sobre las heridas, sin comer, beber ni lavarme». Así describía su experiencia Bela Szasz, uno de los pocos supervivientes a la purga de «titoístas» de 1949 en la que fue ejecutado Laszlo Rajk, ministro del Interior comunista. A Rajk, Szasz y otros se les acusó de titoístas, socialdemócratas y espías. Todo falso. Rajk había sido otro comunista igual de implacable que sus verdugos.

Y, sin embargo, en un guiño peculiar de la historia, la mentira y la injusticia con Laszlo Rajk lo habrían de convertir en el símbolo del lamento nacional por toda la larga y cruel noche de crueldad, arbitrariedad, mentira y terror. Sería el nombre de Rajk el que habría de desencadenar el alud de acontecimientos insospechados y colosales que se convertirían en el gran levantamiento nacional contra el imperio soviético, en la gesta inspiradora de todas las insurrecciones contra la tiranía comunista. Praga en 1968 sería, doce años después, el siguiente gran hito y trágica frustración. Otros doce años más tarde, en 1980 y en Polonia, se pondría finalmente en marcha la definitiva revuelta general de Europa oriental contra el imperio soviético. Llegaría en 1989 con la caída del Muro de Berlín y la reunificación alemana y europea. El 23 de octubre de 1956 húngaro desenmascaró para siempre al poder soviético y expuso que la culpa no era de un hombre ni cien, sino del sistema y la ideología comunistas.

Todo comenzó con la muerte de Stalin el 5 de marzo de 1953. En Alemania Oriental y en Polonia estallaron revueltas. Fueron rápidamente aplastadas. Moscú dejaba saber que, aun muerto Stalin, el imperio era inamovible. Pero en Hungría se abrió pronto la lucha de reformistas y ortodoxos. Antes de que, en el XX Congreso del PCUS, el líder soviético Nikita Jruschov denunciara los crímenes de Stalin. Era una paradoja que el impulso reformista de Jruschov llegara a Hungría cuando los estalinistas habían cerrado el breve paréntesis abierto por el reformista Imre Nagy. Pero el XX Congreso fue un muy duro revés para los estalinistas, y los reformistas húngaros habrían de aprovecharlo. El 6 de octubre, fecha solemne porque en 1849 el Imperio austriaco ejecuta ese día en Transilvania a los 13 líderes de la revolución de 1848, organizan en Budapest el entierro público de Laszlo Rajk y otros dirigentes liquidados en 1949. Acuden centenares de miles. «Siete años han estado los huesos de Laszlo Rajk, ejecutado por acusaciones falsas, en una tumba sin nombre. Pero su muerte es ya un símbolo para la nación húngara y el mundo. Los cientos de miles que desfilan ante estos féretros les presentan honores, pero ante todo quieren, con apasionada esperanza y decisión inamovible, llevar a la tumba a una época». Quien así hablaba en el discurso fúnebre era Bela Szasz, compañero de Rajk, antes citado por las torturas que sufrió. Aquel acto fue un golpe letal a la dirección de Rakosi. Los húngaros comenzaban a creer que la libertad era posible. La chispa, como en 1848, fue un memorándum de demandas al poder, esta vez no a Viena, sino a Moscú. Y se hizo en la Universidad Técnica de Budapest, el 22 de octubre. Se exigían elecciones libres, pluralismo político, prensa libre, reintegración de los símbolos nacionales y el nombramiento de Imre Nagy como jefe del Gobierno. Pronto hubo una demanda más: la salida de las tropas soviéticas de Hungría. Habían salido de Austria un año antes, un envidiado precedente. Y se concluía con un llamamiento a una concentración en memoria de 70 trabajadores polacos muertos por la Policía en junio en Poznan. El cóctel explosivo estaba servido.

El día de la manifestación, hoy hace 60 años, la dirección comunista entró en pánico. Era el 23 de octubre de 1956 y los jóvenes que acudían al centro no podían imaginar que la fecha pasaría a la historia como una de las fechas simbólicas del heroísmo colectivo y de la voluntad de una nación de luchar y morir por su libertad y dignidad. Por la mañana, el poder comunista había prohibido la manifestación. Cuando ya habían sonado los primeros disparos, encargó al estalinista Ernö Gerö una alocución radiada que, lejos de intimidar, incendió al país entero. A partir de ahí los acontecimientos escapan a todo control. Y en la madrugada del 24 rugen los primeros tanques rusos por las calles de Budapest. El legendario Paul Lendvai, entonces un joven periodista en la agencia MTI, se topa con un T-34 en la puerta de su casa. «Cuando vi el tanque ruso comprendí que ya no era una revuelta contra la dictadura. Era un levantamiento nacional».

El poder comunista colapsó, los insurgentes se armaron en cuarteles y comisarías y los combates con los rusos y las fuerzas leales al régimen se extendieron por toda la ciudad. Cines y galerías, bloques de viviendas, cafés y museos se convirtieron en trincheras, la ciudad se llenó de barricadas. Se sacó a Imre Nagy de su arresto domiciliario y ya el 24 era nuevo jefe de Gobierno del movimiento nacional, se dictó una amnistía y anunció la reactivación de los partidos políticos. Matanzas como la muerte de cientos de manifestantes a tiros de las fuerzas soviéticas ante el Parlamento no debilitaron la voluntad del ejército de civiles improvisado y dirigido por militares y policías. En medio de cruentas batallas en la ciudad, Nagy anunciaba la salida de Hungría del Pacto de Varsovia y la proclamación de una neutralidad como la lograda por Austria. Y pronunciaba aquel dramático llamamiento a las potencias aliadas a no dejar solo al pueblo húngaro. Solo respondió el silencio. El 4 de noviembre llegaban a Budapest masivos refuerzos soviéticos desde la URSS y de forma implacable imponían la lógica militar y después la represión y búsqueda de insurgentes. Nagy y sus colaboradores huyeron a la Embajada yugoslava, que creía amiga. Hoy se sabe que Tito colaboró con Moscú en la crisis. Nagy fue entregado, ejecutado dos años después y enterrado en una fosa sin nombre, como Rajk en su día. Y volvieron las tinieblas de la dictadura. Pero nada volvería a ser como antes. Y en 1989 una multitud mayor aún que la que honró a Rajk en 1956 se reunió para enterrar con nombre y honores a Imre Nagy. Y ante el féretro y casi un millón de personas, un joven pidió la salida inmediata de las tropas soviéticas de Hungría. Y aquella vez sí sucedió, los rusos se fueron. Aquel joven era Viktor Orban, un líder húngaro ya de otra época. Pero que también habría y habrá de dar que hablar.

Hermann Tertsch, periodista.

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