Con sentimientos complejos de estupor, de rechazo, de impotencia afrontan las personas sensatas y moderadas, entre las cuales creo encontrarme, muchos de los artículos de uno u otro signo, que últimamente se recogen en los medios de comunicación sobre el tema de las lenguas en España. La falta de mesura, el alineamiento incondicional, la falta de respeto para los discrepantes, muchas veces la manipulación y siempre un cierto simplismo recorre en su mayoría esa literatura. No hay términos medios, ni posturas constructivas y mediadoras. Sin matices estamos ante dos posiciones enfrentadas que se descalifican. También aquí falta respeto, como ya denunciaba Fernando de los Ríos hace muchos años, y también finura de análisis, templanza y buenas formas.
Creo que un mensaje de buen sentido, de aclaración de perfiles y de análisis objetivo podría ayudar a la paz lingüística y a superar banderismos obtusos, y descalificaciones. Se debe abandonar el insufrible estilo eclesiástico del non possumus que rezuman muchos de esos enfrentamientos y buscar no lo que divide, sino lo que une, las partes de verdad que cada postura contiene. Véanse las diferencias como desacuerdos democráticos, desde la buena fe y no desde la consideración del otro como enemigo sustancial.
Un artículo publicado a finales de julio en La Cuarta Página de EL PAÍS de las profesoras Victoria Camps y Anna Estany, titulado Identidad y Realidad, lleno de matices y de buen sentido, expresa ideas desde el mismo talante constructivo que yo intento expresar en estas líneas.
Todas las lenguas en juego son lenguas españolas, entendido ese concepto como el de titular del poder constituyente, España o el pueblo español titular de la soberanía nacional. No estamos como se dice con ligereza en un Estado plurilingüístico, sino ante un pluralismo de lenguas organizado en régimen de bilingüismo entre la lengua española oficial del Estado y las demás lenguas españolas, que son también oficiales de acuerdo con sus Estatutos de Autonomía: en Cataluña, Valencia y Baleares con el catalán o valenciano; en Euskadi con el euskera y en Galicia con el gallego. El régimen es bilingüe entre siempre el castellano y cada una de las otras lenguas en su comunidad autónoma. Es el sistema del artículo 3º de la Constitución.
No están al mismo nivel dos adjetivos que califican respectivamente al castellano y a las lenguas autonómicas. Son dos términos que según se interpreten pueden ser razonablemente aceptados, pero que usados como algo rígido e indiscutible son también generadores de malos entendidos. Me refiero al término "lengua común" para referirse al castellano como hace el reciente manifiesto en defensa del Español, o al de "lengua propia" para referirse a las lenguas españolas distintas del castellano. La Constitución utiliza para el castellano el término "oficial" y señala el deber de conocerlo y el derecho a usarlo. Llamarla "común" es aceptable desde un contexto no conflictivo, siempre que se utilice como sinónimo de oficial. Al contrario ocurre con el concepto de "lengua propia" de un territorio, que también es aceptable en una interpretación de buena fe, aunque propiamente las lenguas son de personas y no de espacios físicos y es evidente que muchos catalanes, valencianos, vascos o gallegos consideran también propia, en el sentido de familiar o materna, a la lengua castellana. Sin embargo, "común" o "propia" son términos que se disparan contra las diferentes, sin ninguna voluntad de acuerdo o de concordia. Por eso creo que deberíamos hacer un esfuerzo de diálogo y de concertación e intentar, desde el respeto a la Constitución, encontrar escenarios de entendimiento lingüístico estable.
El punto de partida debe ser el bilingüismo de la Constitución como regla de presentación de la comunicación en las comunidades bilingües en ambas lenguas. El castellano debe ser el vehículo único de comunicación en las comunidades no bilingües. Las lenguas autonómicas pueden ser las formas de comunicación vehicular de la educación para los residentes estables en una comunidad, con garantía de enseñanza y conocimientos suficientes del castellano, y posibilidad de enseñanza en castellano para los transeúntes con domicilio no estable en esas comunidades. De todas formas la existencia de un modelo bilingüe también en la enseñanzano debería producir problemas y de hecho es una realidad en el ámbito universitario.
Parece poco justificado exigir el uso de las lenguas españolas diferentes del castellano en las comunidades monolingües y las comunicaciones que excedan del ámbito de la comunidad con lengua propia deben hacerse en la lengua oficial.
Éste me parece un estatuto sensato y razonable para la convivencia lingüística, lejos de los excesos, de las simulaciones y de las simplificaciones de unos y de otros. Hay que potenciar las demás lenguas y también el castellano. Abandónense los tiras y aflojas, las medias verdades, el victimismo o la manía persecutoria de unos y de otros. Como siempre, la buena fe y la moderación son las mejores consejeras para abordar objetiva y desapasionadamente el problema lingüístico en España.
Gregorio Peces-Barba Martínez, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.