Buenismo y juvenismo en España

España se ha convertido en el laboratorio del retroprogresismo occidental. Pocos años antes de la caída del Muro y la consiguiente quiebra de los relatos emancipatorios tradicionales como el comunismo y el socialismo, en España emergió un triple fundamentalismo: pacifista, ecologista y feminista. Unos movimientos sociales, un pensamiento prêt-à-penser y una ideología substitutoria que, además de ocupar el espacio de las ideas periclitadas, marcaron el camino –premisas teóricas y señas morfológicas de identidad– que explica lo que hoy ocurre.

Los movimientos sociales de entonces 1) predicaron la crisis del partido político tradicional (visto como el «otro» que integra cualquier proyecto que se proponga romper la lógica del Sistema), 2) reivindicaron la necesidad de cambiar la vida para transformar la sociedad y la política (las alternativas tradicionales no pueden transformar la realidad), y 3) reclamaron la definición de un nuevo ideal emancipatorio (había que diseñar un nuevo proyecto una vez colapsado el comunista y el socialista). Así, tomó cuerpo 1) la idea según la cual la representación y mediación políticas debían pasar por nuevos canales no privatizados por el Sistema, 2) la politización de la vida cotidiana como instrumento de transformación o revolución social, y 3) la formulación de un proyecto alternativo que incluyera la autogestión de la vida, la pluralidad de valores y maneras de vivir y entender las relaciones entre ciudadanos, sexos y comunidades.

Buenismo y juvenismo en EspañaDe las premisas teóricas a las señas morfológicas de identidad. Dichos movimientos se declararon 1) interclasistas (los seguidores se reclutan a lo largo y ancho de la trama social), 2) abiertos (sin limitación en el derecho de admisión), 3) públicos (se busca la transparencia orgánica, programática, táctica y estratégica), 4) organizados alrededor de una o pocas cuestiones (la preservación de la paz, la conservación del medio ambiente, la liberación de la mujer, el combate contra la pobreza y los desahucios, la lucha contra la corrupción, la emancipación nacional), 5) antiautoritarios (asambleísmo y flexibilización de la disciplina de grupo), 6) homogéneos (cohesión interna y unión frente a un adversario que deviene enemigo), 7) supraculturales (pretenden crear una nueva cultura política, social, ecológica, nacional, etc.), 8) transversales (la práctica recorre todos los ejes posibles de la trama social), 9) plásticos (la teoría y práctica de la sociedad del espectáculo está muy presente en sus actos y actuaciones), y 10) discontinuos (con frecuencia, surgen, se desarrollan, desaparecen o mutan en función de la coyuntura).

Sobre este «movimientismo» se levantan las dos ideologías retroprogresistas ensayadas en España en lo que llevamos de siglo: el buenismo y el juvenismo. El buenismo, que florece durante el septenio rosa de José Luis Rodríguez Zapatero, es una creencia –optimismo antropológico, hipótesis de la armonía individual y social, fraternidad universal, progreso ilimitado, ética de la comprensión y la autenticidad– que convierte el sentimiento en estrategia, apuesta por la tolerancia extrema, entiende el diálogo como terapia, predica la concesión de derechos sin fin. Un modelo de ingeniería social deliberada que todo lo nivela. Una revelación laica. Una creencia en la que, por decirlo a la manera de Ortega, «se está». El pensamiento prêt-à-penser buenista tuvo sus consecuencias. Por ejemplo: el frentismo político, la corrección progresista, la memoria histórica como trinchera, la política como marketing, la Alianza de Civilizaciones, el multiculturalismo, una política económica sin convicciones, la desvertebración del Estado convertido en un agregado de Autonomías. Con el buenismo, la teoría «movimientista» toma mando en plaza a través de ideal emancipatorio fundamentado en la politización de la vida cotidiana cuyo objeto no es otro que romper la lógica del Sistema. Y también toma mando en plaza la morfología «movimientista»: cuestionamiento de la autoridad y plástica. Mucha plástica. El resultado, conocido: una España empobrecida, disminuida, dividida y desprestigiada.

Al socaire del desprestigio de la política y el político, del agarrotamiento del modelo político surgido de la Transición, de una democracia en que no funcionan correctamente los mecanismos de transparencia y control propios del Estado de derecho, de unos canales de intermediación política que han perdido la fluidez debida, de una crisis económica que puede desbaratar la convivencia y socavar el sistema político español y de la necesidad de regenerar la vida política española, al socaire de todo eso, emerge el juvenismo.

Juvenismo. La voluntad de pureza, el adanismo, la ciencia infusa, la suficiencia, el disfraz, el espectáculo, la codicia, la agresividad, el nosotros frente al ellos, los de arriba frente a los de abajo, la mística de la emancipación, el deseo de revolución que subyuga y aliena. La revelación de la verdad, el unanimismo ideológico, la violencia verbal, el afán justiciero, la delación, la ira contra el adversario, la excomunión del disidente. El espejismo de una sociedad nueva con hombres nuevos y mujeres nuevas cuyas formas de pensar y vivir sean igualmente nuevas. El populismo pirómano –invención de la verdad, uso y abuso de la palabra y los sentimientos, fustigación del adversario convertido en enemigo, movilización permanente, desprecio de la legalidad, cancelación de las instituciones democráticas– que puede provocar el incendio social. Todo eso, sí. Y oportunismo y electoralismo. Sectarismo. Como antaño, la izquierda populista de hoy se fortalece depurándose. Cesarismo. El discurso demagógico que habla de «cambiar el curso de la historia social y política de nuestro país para devolver la dignidad a nuestro pueblo». El enemigo externo que busca la destrucción de la Idea y su depositario: «la proclamada división interna ha sido agitada en los últimos tiempos desde direcciones diferentes». La cursilería: «la belleza» que «brilla en los ojos» de la militancia. No es una casualidad que uno de los Círculos juvenistas obedezca a la etiqueta «Espiritualidad Progresista». Suma y sigue. Tributo sesentayochista infantiloide: «Si viene la policía, sacad las uvas y disimulad», «Disculpen las molestias, pero esto es una revolución», «Sueña lo que quieres soñar, ve donde quieras ir, sé lo que quieras ser», «Nuestros sueños no caben en vuestras urnas». Sigue la fiesta: «Cambiar los fusiles por el diálogo», «Queremos ser felices». ¡Qué antiguos!

Conviene aprender del pasado inmediato. Del siglo XX, por ejemplo. Conviene aprender de la trágica vanidad de quienes experimentaron con el límite, predicaron la espontaneidad de la vida y la política, anunciaron la liberación edénica, desearon vengarse de la realidad, propusieron construir un hombre nuevo y una sociedad nueva que del pasado hiciera tabla rasa, persiguieron la pureza como forma de redimir al género humano. No estoy filosofando. Hablo del hombre engreído e impulsivo a la par que omnisciente, prepotente y displicente. Ese hombre que contribuyó poderosamente al derrumbe de la civilización europea de entreguerras y al despotismo subsiguiente. No se puede rebasar el límite. No todo es –afortunadamente– posible y no se pueden satisfacer –afortunadamente– todos los deseos. No existen las soluciones totales, sino las reformas parciales. La mejor y más racional manera de hacer política es a través de la discusión y el pacto en un marco de democracia, seguridad y libertades. Hay que desconfiar de quienes amenazan con redimirnos. Detrás de tan sugestivo proyecto no hay otra cosa que la tentación totalitaria de quienes no creen en el Estado de derecho.

Miquel Porta Perales, escritor.

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