¿Buenismo?

Es llamativo que haya vuelto a hablarse de “buenismo” para criticar la apuesta de Inés Arrimadas por articular una mayoría alternativa a la que parecía buscar el Gobierno, o su lado podemita, con independentistas más o menos impacientes por “derribar el régimen”. La mano tendida de Ciudadanos quería quebrar la polarización que con tanto afán cultivan Gobierno y Partido Popular, sin olvidar a Vox. Y si bien había una parte de maniobra estratégica por el lado de Ciudadanos, y la mayoría que ofrecían podía parecer exigua en comparación con la que aspiraba a activarse con el llamado bloque de la investidura, lo cierto es que la jugada permitía recordar que lo que en política se ofrece como una necesidad matemática más bien es fruto de un cálculo libre. Veremos cómo sigue todo esto una vez los Presupuestos hayan sido aprobados. Pero vale la pena apuntar algo sobre el dichoso epíteto que volvió a asomar la cabeza para descalificar la búsqueda de centralidad por parte de Ciudadanos.

Tratar a alguien de buenista significa tratarlo de ingenuo defensor de una bondad convencional, cuando no de bobo seguidor del neopuritanismo de lo políticamente correcto, de las causas que movilizan a las almas bellas y solo producen una descarga superficial de bienestar moral. Ser calificados de “buenistas” es lo peor que podría ocurrirles a aquellos otros espíritus que se muestran infatigables en la exhibición voluntarista de una gran libertad de pensamiento, que no tienen reparo en ir a contracorriente —son nadadores “río arriba”—, y cultivan un coraje de la verdad desvergonzadamente exhibicionista, y a menudo falaz. Son valientes y se creen libres. Eso les basta.

La RAE incluyó la palabra “buenismo” en su Diccionario en 2017, y es interesante leer la definición: “Actitud de quien ante los conflictos rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia”. Parece casi una definición de parte, aunque es cierto que una alternativa del tipo “descalificación que los que se las dan de listos aplican a los que quieren tratar de tontos” tiene menos enjundia lexicográfica. Pero es lícito preguntarse qué es lo contrario del “buenismo”. ¿Malismo? ¿Realismo? ¿Inteligencia sagaz? Por supuesto: la inteligencia sin parangón que desafía y desacredita lo supuestamente envuelto en el confort de una bondad fácil y etérea.

No hay que descartar, sin embargo, que los que lanzan el dardo del “buenismo” no sean, de hecho, los nuevos tontos útiles que casualmente siempre emiten sus bramidos en la misma dirección. Porque aunque se afanen en decir que ya no hay izquierdas ni derechas, o que las izquierdas son en realidad una figura de la nueva reacción, también queda bien claro que no se puede ser buenista si no se es de izquierdas, aunque —la casuística obliga— no todas las izquierdas sean buenistas. También las hay que son malignas y maliciosas, y si llegan a gobernar lo hacen siempre ilegítimamente. De modo que es difícil, desde esta perspectiva, que un Gobierno de izquierdas no sea o bien “buenista”, o bien “tramposo”, o directamente “delincuente”.

“Buenismo” es una palabra española. No encontrarán este neologismo en otras lenguas, salvo en el buonismo italiano. No cubre en absoluto el mismo campo que el bien-pensant del francés —para eso ya tenemos a nuestros biempensantes—, y su aparente parentesco con el Gutmensch alemán o el do-gooder inglés no comparte la precisa historia que los define moral y políticamente en sus respectivos ámbitos culturales. En alemán, el eco nazi y antisemita que resuena en el reproche del Gutmensch tiene su contrapartida obvia en La buena persona de Sezuán de Brecht, y explica muy bien el revival xenófobo y facistoide de la descalificación buonista entre los seguidores de Salvini en Italia. El escritor Roberto Saviano llegó a pedir la “abolición” de la palabra en un artículo de febrero de 2017 en el diario La Repubblica. Su abuso para descalificar cualquier forma de actitud humanitaria ante el drama de la migración la había vuelto repugnante.

Además, la prueba de la exigencia racional y cultural desnuda la palabra. Nadie dirá, por ejemplo, que el pobre príncipe Mishkin, el “idiota” de Dostoyevski, sea un caso de buenismo. Tampoco el Nazarín de Buñuel (y Galdós), ni el de tantos héroes de novelas, películas y obras de teatro atrapados en el misterio del bien, cuya profundidad, frente a la superficialidad o instrumentalidad del mal, es mucho más que un lugar común de la vieja teología puesto al día por Hannah Arendt. No creo tampoco que la alternativa que ofrecen las heroínas del Marqués de Sade, Justine la “buenista” y Juliette la “lista”, les sirva a los que usan con tonta ligereza ese calificativo, porque el espejo que ofrecen esas novelas tiene unas aristas con las que podrían cortarse. ¿Viene a cuento aquí la definición de la RAE, cuando habla de “rebajar la gravedad de los conflictos”, para advertir que lo que nunca se rebaja en los textos poderosos del arte y en la argumentación exigente es el drama de la complejidad del bien? Puede ser. ¿Quiere decirse entonces que en la política, en cambio, la bondad es siempre superficial y tonta? Probablemente sea así, sobre todo si se trata de una bondad que también es superficial y tonta fuera de la política. No se olvide el aviso de Max Weber: si te metes en política, no olvides asumir que deberás pactar con el diablo. Y no se olvide tampoco que al presidente Zapatero, bajo cuyo Gobierno el recurso a la crítica contra el “buenismo” alcanzó su apogeo (en 2005, FAES publicó un monográfico sobre el tema), también se lo calificó de “Bambi de Acero”.

El que fue primer ministro francés durante la Segunda Cohabitación (marzo de 1993-mayo de 1995), Édouard Balladur, tiene unas interesantes memorias de sus relaciones con el presidente Mitterrand tituladas El poder no se comparte. A diferencia de Chirac cuando fue primer ministro en la Primera Cohabitación, Balladur no aprovechó la situación para enfrentarse a la figura del entonces presidente de la República, castigado ya por el cáncer y con la susceptibilidad a flor de piel por el final cercano de su mandato. Balladur disintió de Mitterrand en muchos asuntos, lógicamente. Pero evitó el enfrentamiento público y la descalificación, y más aún la intriga y la traición, que para él hubiese sido una traición al espíritu mismo de la V República. Su sentido de la responsabilidad, su lealtad constitucional, su dignidad personal y el respeto a la figura del presidente no lastraron sus posibilidades políticas cuando se lanzó a la contienda para las presidenciales de 1995, pero no le sirvieron tampoco para ganar. Prevaleció la imagen pública del tecnócrata elitista y reacio a las pequeñas y grandes tentaciones populistas, casi indispensables en lo más vivo de la lucha por el poder. Pero en un país donde el término “buenista” sigue usándose con la mayor frivolidad posiblemente este hombre habría pasado por un flojo, un blando, un equilibrista y un rumiante de la política.

De modo que, al margen de cómo le haya salido a la líder de Ciudadanos su jugada, descalificarla por buenista no deja de ser cinismo, y del malo. Y reprocharle una pérdida de dignidad “para siempre” como hizo y a la vez no hizo Rivera es feo, sobre todo si se perdieron antes dos millones y medio de votos de una tacada. El adjetivo retrata a quienes lo profieren y triunfa en un mundo que ha envilecido la política hasta convertirla en un juego de desesperados que solo se ven a salvo durmiendo en La Moncloa o aledaños. Es un teatro que amenaza con volverse bastante siniestro, porque todo en él se dirime a vida o muerte, y no querer blandir la espada y entrar a matar lo convierte a uno (o una) en “buenista”. Esa ansiedad juvenil y depredadora, además, nos deja sin políticos de recorrido largo. ¿De dónde sacaremos un Biden el día en que nos las tengamos que ver con nuestro Trump de turno? Tomémonos en serio la política y no frivolicemos con las etiquetas.

Jordi Ibáñez Fanés es escritor y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.

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