Buenos días, pederasta

El Estado de Nueva York cuenta con un registro oficial y público de localización de pederastas. La página web está diseñada de manera tan sencilla que hasta el menos diestro, en cuestión de un minuto, puede acceder a sus servicios por dos vías: o bien escribes el nombre y los apellidos de la persona a la que por cualquier motivo te interese investigar, o bien escribes tu dirección. Con la primera opción tienes la posibilidad de saber si ese hombre al que acabas de conocer y te gusta puede estar más interesado en tu hija de siete años que en ti. La segunda opción, en cambio, te permite localizar y acceder a una cantidad ingente de información sobre los pederastas más cercanos a tu domicilio. La primera vía se basa en la sospecha con frecuencia injustificada acerca de un individuo concreto, mientras que la segunda tiene más que ver con esa suerte de hipervigilancia vecinal que el norteamericano considera un deber para poder enrolarse en la lista del buen ciudadano.

Mi hija tiene apenas dos meses, no me separo de ella, no considero que actualmente se encuentre en un ámbito de riesgo. Sin embargo, en parte por curiosidad y en parte porque la maternidad te hace prestar atención a cosas que antes te pasaban desapercibidas, hace unas semanas tecleé el código postal de mi apartamento en uno de estos buscadores. Aparecieron 21 resultados, pero uno de ellos me interesó particularmente: se trata de un señor que vive en un apartamento al otro lado de mi calle, desde mi ventana veo la suya. Y al escribir “señor” titubeo. Había escrito “hombre”, después he borrado y lo he sustituido por “individuo”. No sé qué término usar, todos me parecen demasiado respetuosos y, al mismo tiempo, apropiados según la atinada cita de Terencio: “Hombre soy, y nada de lo humano me es ajeno”. El caso es que este hombre es mi vecino, lo llamaré Thomas, y en tres minutos, además de todos sus datos personales y una descripción física pormenorizada que incluye ocho fotos, he podido saber su dirección exacta y hasta el número de matrícula de su coche. También he podido leer una descripción de su crimen, cuándo lo cometió, cuánto tiempo pasó en prisión, si conocía a la víctima, si usó algún tipo de arma o fuerza o si se encontró pornografía infantil en su ordenador. Thomas pasó 12 años en prisión. Hoy tiene 53. Y el dato más escalofriante: Thomas violó a un niño de nueve años.

A pesar de saber que Thomas vive a un minuto de mi apartamento, hasta hoy no he tenido necesidad de escribir sobre esto, seguramente porque ayer fue la primera vez que lo vi en persona, o la primera vez que, por haber visto sus fotografías, me fijé. El supermercado de mi barrio, un barrio céntrico cada vez más gentrificado, tiene un amplio parking por esa predilección de los norteamericanos por comprar en grandes cantidades y, por tanto, hacerlo casi siempre en coche. Por algún motivo que se me escapa, el parking, que es exterior y feo como un parking, tiene algunos bancos, donde casi nunca se sienta nadie. Thomas estaba sentado en uno de esos bancos. Leía el periódico. Su aspecto físico se corresponde bastante con la fotografía más reciente. Es muy delgado, si la ficha está actualizada pesa 64 kilos, mide un metro ochenta. Es extremadamente pálido, nariz un poco afilada, cejas finas y muy perfiladas, ojos marrones, almendrados y más bien pequeños. Mirada que resulta al mismo tiempo cansada y soñadora. No solo no parece ocultar ningún secreto, sino que mirándolo a los ojos uno podría decir que aún espera algo de la vida, algo bueno.

En un principio no sentí nada, y con esto quiero decir que no tuve ningún sentimiento repulsivo o acusatorio. Pero inmediatamente esta nada dio paso a una sensación contradictoria: por una parte, advertí algo muy parecido a la compasión; por otra, sentí que esa compasión solo podía sentirla desde mi ámbito privilegiado de no víctima. Luego pensé que no, que sin duda la mayoría de la gente, con hijos o sin ellos, víctimas o no, al localizar a un pederasta, no tendría problema en escupirle a la cara. Volví a juzgarme. Sentí más confusión. Recordé la película Juegos secretos, en la que Sara (Kate Winslet) presencia cómo en la piscina pública de su barrio de clase media alta, Ronnie (Jackie E. Haley), un pedófilo que acaba de salir de la cárcel, provoca un revuelo en cuanto entra en el recinto, que en cuestión de segundos queda desalojado por el espanto de todos los bañistas. La vida de Ronnie, en tanto que lleva su crimen impreso en la frente, ya no es posible. Su madre, la única persona que lo quiere en el mundo, sometida también al acoso de los vecinos, muere a consecuencia de un infarto. Una noche, Ronnie va al parque, está solo, tiene los pantalones cubiertos de sangre. Se ha castrado, se está desangrando y parece tranquilo. Podría haberse cortado las venas, así que interpreto que ha elegido la castración como una manera simbólica de demostrar que también él está en contra de su propio crimen, y en contra del derecho a su existencia en un futuro que no le depara más que el ostracismo social y la violencia de sus vecinos y, después, seguramente, un nuevo crimen, un nuevo niño.

Ronnie sabía que habría un nuevo niño, y ese nuevo crimen, ese nuevo niño, existe, existe tal vez esperando para Thomas, porque, según las estadísticas, el 90% de los pederastas reinciden una vez que han cumplido su condena.

No logro formarme una opinión acerca de la validez ética de la publicación de los datos personales de estos exconvictos. Por respeto a las víctimas no me gusta sentir lástima por Thomas, y, sin embargo, la siento. No me gustaría verlo cada día en ese parking desolado, en ese banco donde nunca se sienta nadie. No me gusta imaginar los insultos hacia él y hacia su madre cuando alguien lo reconoce. Sé que si mi hija cayera en sus manos yo misma lo estrangularía, pero también sé que si todos juzgáramos desde el dolor de las víctimas de cualquier tipo de crimen, desde un dolor que no nos ha tocado, tendríamos que estrangular a algún vecino. Thomas es hijo de unos padres que seguramente lo aman, tal vez Thomas también es padre y sus hijos son maltratados por sus compañeros de clase. Aun así, sé que utilizaré la aplicación cuando cualquier día, sentada en el banco de un parque mientras veo cómo juega mi hija, me fije en un hombre, cualquiera, que tal vez la observa porque se parece a su nieta. O tal vez no. Ese es el problema; tengo acceso a una aplicación que utilizaré sin siquiera tener una opinión en contra o a favor de su validez. Y quizá, si me encuentro a Thomas en el ascensor o en la panadería, llegue a darle los buenos días, pero él oirá también lo que digo por dentro: “Pederasta, buenos días, pederasta”. Y verá que, disimuladamente o no, abrazo a mi hija en un gesto protector, y se considerará afortunado porque no manifiesto mi repulsión con una amenaza de muerte hacia él o los suyos. Y yo me sentiré pusilánime por no haber sido capaz de enfrentarme a él, de quemarle el coche, de reírme en su cara; o todo lo contrario, avergonzada por sentir compasión.

Marina Perezagua es escritora, autora de Seis formas de morir en Texas (Anagrama).

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