Bufandeo

Vivimos un tiempo en el que escapar del aburrimiento se ha convertido en un objetivo casi obsesivo de nuestra sociedad. Se nos invita a una huida al universo del ocio, a través de sus infinitos y tentadores reclamos, así como al abandono de viejos comportamientos y valores morales.

No se nos anima al disfrute, propensión natural del ser humano, sino a entregarnos a una trivialidad, que Mario Vargas Llosa ha retratado en su ensayo La civilización del espectáculo, donde denuncia las consecuencias que acarrea este modelo: la banalización de la cultura, el amarillismo periodístico y la consagración de la frivolidad en la política. Y aquí entronca con el bufandeo, como diversión superficial, pasteurizada, alienante y adictiva, con expresión múltiple, apariencia progresiva y ceremonial en ascenso.

BufandeoEntendiendo como diversión, desde una película de Alejandro González Iñárritu, a una cena entre amigos, un concierto de los Beach Boys o una noche en la ópera. Uno de los ámbitos en los que descuella es el fútbol, donde el contenido ritual -y esto es una novedad-, desde la música hasta las bufandas, se ha convertido en material de consumo.

Los aficionados -cada vez más alejados de iglesias, sindicatos y partidos- acuden a los estadios y se entregan a sus equipos -mientras resuenan los himnos, antes del inicio del encuentro- desplegando las bufandas y convirtiendo la grada en un fortín inexpugnable. La liturgia tiene la secuencia bien organizada: en primer lugar se corea la alineación y a continuación se canta el himno a cappella con las bufandas en alto. Un ritual que se ha convertido en la seña de identidad de cada estadio para que el equipo sienta -desde el primer instante- el calor de la grada. Un derroche de coraje y corazón, la piel de gallina, calambres en el hombro, la voz quebrada y el corazón latiendo a mil.

El momento puede llegar a ser emotivo y sobrecogedor y tiene señas de identidad propias: sentimiento, orgullo, pasión, compromiso, fidelidad, pundonor y valentía, máxime si la pugna es contra un gigante. Porque nada importa la derrota si se sale con la cabeza bien alta, la voz ronca y el corazón herido. Con este acto iniciático, el gesto ejecutado de forma unánime se convierte en grandioso, porque es la gente unida la que defiende su templo.

Lo malo del asunto asoma cuando concluye el bufandeo -como moderno esparcimiento irreflexivo, adictivo y banal- y emerge la furia, como ocurrió hace unas semanas cuando medio millar de seguidores del Feyenoord -una de las aficiones más violentas de Europa- provocaron graves disturbios, causando «daños irreparables y permanentes» a la Fontana de la Barcaccia, de Pietro Bernini, al pie de las escalinatas de la Trinità dei Monti, en la Piazza di Spagna, visita de culto para el viajero. Esa barcaza a medio hundir -inspirada en otra que salvó vidas, durante una crecida del Tíber- fue objeto de la ira de los hinchas holandeses que, con su conducta, rasguñaron -injustamente- la imagen de un país solvente, culto y admirable, como el suyo.

Porque el fanatismo -como exaltación de la violencia y desprecio por la cultura- desquicia el bufandeo -entendido como expansión masiva y trivial- cuando degenera en un pasatiempo consistente en matar la tarde -hasta el comienzo del partido- a base de comida frugal, cerveza abundante y violencia a discreción. El alcalde de una Roma devastata e ferita lo clavó: «Estas personas, en su ignorancia, no tienen condiciones psicológicas ni culturales para darse cuenta de lo que estaban destruyendo».

Y como no tenemos policías y juzgados suficientes para cauterizar estas conductas, la violencia hay que atajarla obligando a los culpables a asumir los daños. Cuando los cachorros de los violentos empezaron a recibir en sus casas las facturas de los destrozos, se terminó con la quema de autobuses -deporte de finde en San Sebastián-. Los padres se pusieron serios y fin del problema.

El bufandeo se ha extendido, por contaminación, a otros ámbitos: la política, los medios de comunicación y las finanzas donde el fenómeno ya se enseñorea como vehículo de expresión.

En el territorio político, dejando a un lado epifenómenos como el Sí, se puede -grito redentor coreado por la peña- o el importado oé, oé, oé -a ritmo de batucada, ingeniosas pancartas y camisetas de consigna- cabe plantearse por qué la política ha adquirido los mismos códigos veloces, irreflexivos y ruidosos que los escenarios deportivos o del cotilleo sentimental. No se trata, pues, de una moda pasajera, sino de todo un rito social con argumentos propios, por más que los sociólogos aún no le hayan hincado el diente.

Es el caso de los telediarios de fin de semana, que nos obsequian -en sesiones de tarde, vermú y noche- con una sucesión de contenidos vacuos, ajenos a la realidad social, hilvanados con una sucesión de videos -resumen de cónclaves, congresos, convenciones, ejecutivas o simposios- orquestados por los partidos políticos y en los que sus figurantes -agarrándose unos a otros del pescuezo- se regalan aplausos sonoros, en un ejercicio de fervor recíproco con su público.

Pero también los mítines para los convencidos y los almuerzos, a escote, para militantes (asistí en Llubí -Mallorca- a uno con ingesta, exclusivamente, de caracoles) no son sino manifestaciones de bufandeo efervescente.

Por eso cuando le preguntan a uno por los efectos secundarios sobre ese contingente -tan numeroso- de los que, sin militar en los partidos ni asistir a sus actos tienen que sobrellevar -como claque silente- este gatuperio, resulta difícil encontrar una respuesta unívoca, más allá de la evidencia de que hemos transformado la vida nuestra de cada día en un gigantesco plató de televisión.

Al calor del fenómeno ha medrado un nuevo tipo de periodismo deportivo apasionado en el que -con los cuellos rodeados de bufandas invisibles y hablando todos a la vez- se emula al inimitable García. El Tata Martino, breve entrenador del Barça, ya advirtió: «En toda mi carrera nunca me había tocado vivir un periodismo de camiseta». La idea de que algunos agitadores sean líderes de opinión, ha calado tanto en los medios, que proliferan -los programas nocturnos de bufandeo- en radio y televisión.

Todavía existe otra variedad, derivada de la creciente afición a una ridícula práctica corporativa, el corbateo, -consecuencia lógica de un modelo americanizado- según la cual, a partir de un determinado nivel ejecutivo, se habría instaurado un patrón de pantones -rojo, verde o azul- acorde a las exigencias del código de vestimenta de cada firma o institución.

Y es que, como hemos malgastado mucha munición fruto de la frustración y del cabreo, resulta ya difícil oponerse a balazos con la pólvora de la razón. Nace así una nueva forma de comunicación -a golpe de aplauso y movimiento de bufandas-, porque el disparo a bocajarro desde un exiguo manejo de los códigos, será siempre frenado por el chaleco antibalas de los datos y el análisis objetivo, libre del bufandeo.

Y llegados aquí, se hace inevitable citar a Woody Allen, que sanciona sin despeinarse: «Cuando el corazón manda, se avecina la catástrofe». Y es que puede que todo esto no sea -al fin y al cabo- más que una nueva manera de buscar la felicidad, pero entonces llegamos a Aldous Huxley. Así que doctores tiene la Academia para impulsar -o no- la inclusión de esta nueva voz, cuyo recorrido se me antoja largo, en el diccionario de la RAE.

Luis Sánchez-Merlo es abogado y economista.

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