Bukele convierte la crisis de homicidios en un arma política

Entre el viernes 25 de marzo y el domingo 27, El Salvador acumuló casi 90 asesinatos, una cifra extraordinaria incluso para un país acostumbrado a aparecer en las listas de los más homicidas del mundo. Solo el sábado se registraron 62 homicidios: la cifra diaria más alta de muertes violentas de la que se tiene registro desde que terminó la guerra civil en 1992.

Pero Bukele ha conseguido convertir una tragedia en un escenario aglutinador, en el que de alguna manera él es a la vez protector del pueblo y víctima de una conspiración oscura de personas y entidades que van desde “la oposición” —así, en general— a “las ONG internacionales”, pasando por la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Aunque la responsable de las muertes, según el mismo gobierno, sea la pandilla Mara Salvatrucha-13.

Como respuesta a la violencia, la tarde del sábado, cuando la racha de ejecuciones parecía imparable, ordenó a sus diputados en la Asamblea Legislativa —en la cual su partido tiene mayoría— que le aprobaran ese mismo día un régimen de excepción. Se suprimieron garantías constitucionales, que facultan a la Policía y al Ejército a limitar el derecho de libre circulación y asociación, así como intervenir la correspondencia y las telecomunicaciones sin una orden judicial; también se amplía el plazo en el que se puede detener a un sospechoso sin presentarlo ante un juez, de 72 horas a 15 días.

Desde ese momento, el poderoso aparato de propaganda del gobierno y todos sus voceros —ministros, alcaldes, diputados, fiscal general— han machacado una especie de versión tropical de aquel “o están con nosotros o están con los terroristas”, que acuñó el presidente estadounidense George Bush luego de los atentados de septiembre de 2001: o se vitorea con entusiasmo el despliegue de fuerzas de seguridad y la restricción de derechos, o se está contra “el pueblo” y a favor de las pandillas.

Pese a ser el único presidente en la breve y violenta historia de la democracia en El Salvador en tener control sin matices en los tres órganos del Estado y la Fiscalía General de la República, de tener en sus manos la posibilidad de remover jueces que dictan sentencias contrarias a su voluntad, de haber sometido a la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos y estar a punto de entrar en su tercer año de gobierno, Bukele ha conseguido evadir cualquier responsabilidad ante lo ocurrido. Ha implantado una narrativa ante la población en la que él debe bregar contra las acechanzas maliciosas de enemigos foráneos, a quienes presenta como cómplices de la Mara Salvatrucha-13.

“A LA COMUNIDAD INTERNACIONAL: Tenemos 70,000 pandilleros aún en las calles. Vengan por ellos, llévenselos a sus países, sáquenlos de esta ‘persecución dictatorial y autoritaria’. Ustedes pueden ayudar a estos angelitos, no permitan que les sigamos ‘violando sus derechos’”, escribió Bukele en Twitter el domingo.

“Estos vividores de las ONGs internacionales dicen velar por los derechos humanos, pero no se interesan por las víctimas, solo defienden asesinos, como si disfrutaran ver los baños de sangre. Dígame cuántos miles de pandilleros va a llevarse, para que los traten como reyes allá”, escribió en respuesta a un tuit de Carolina Jiménez Sandoval, presidenta de la organización estadounidense WOLA, la cual promueve el respeto a los derechos humanos y las prácticas democráticas en América Latina y el Caribe.

En respuesta a Paulo Abrão, exsecretario ejecutivo de la CIDH, tuiteó que gracias a la OEA y a la CIDH las pandillas salvadoreñas fortalecieron su capacidad criminal y concluyó diciendo: “Llévense su peste de nuestro país”. Más adelante, como respuesta ante la preocupación de la CIDH ante el anuncio presidencial de que a los pandilleros encarcelados se les reducirá la comida y otras medidas draconianas, Bukele la acusó de proteger pandilleros y agregó que “los países deberíamos evaluar retirarnos de estas organizaciones internacionales que solo buscan mantener a nuestra gente sufriendo”.

Así, a punta de tuitazos, ha dejado claro que no se dejará presionar por la comunidad internacional en su escalada antidemocrática y ha conseguido convertirlo, ante sus seguidores, en una virtud y una muestra de fortaleza.

Por el contrario, sigue sin explicar los motivos de esta escalada violenta. Casi desde el inicio de su gobierno inició en secreto negociaciones con las pandillas y no ha dicho qué se rompió en ellas. Tampoco ha explicado por qué desmanteló la unidad de fiscales que investigaba esas negociaciones y por qué emprendió una persecución contra quienes la componían. O qué falló en su plan de seguridad llamado “Control Territorial”, al que le atribuía haber arrebatado a las pandillas el dominio sobre las comunidades. O por qué sus magistrados en la Corte Suprema de Justicia han protegido hasta hoy a la cúpula de la Mara Salvatrucha-13 de la solicitud de extradición hecha por el gobierno de Estados Unidos.

Nada de lo anterior está sobre la mesa. El discurso oficial da vueltas en círculos alrededor de videos en los que las autoridades maltratan a pandilleros, lucen vehículos blindados y dan frases viriles que prometen terminar con el fenómeno de las maras a punta de fuerza bruta. Es decir, nada que no hayan hecho, hasta la saciedad, gobiernos anteriores que evidentemente fracasaron en el intento.

Hasta ahora, el presidente salvadoreño ha conseguido esquivar —al menos a nivel interno— cualquier costo político, cualquier responsabilidad por el baño de sangre que vivió el país. Y ya consiguió transformar la situación en una oportunidad para convertir en enemigos del “pueblo” a quienes él considera “oposición”.

Carlos Martínez es periodista del sitio ‘El Faro’ en El Salvador. Es autor del libro ‘Juntos, todos juntos’, sobre el viaje de la primera caravana migrante.

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