Bukele todopoderoso

El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, en febrero de este año. Credit Jose Cabezas/Reuters
El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, en febrero de este año. Credit Jose Cabezas/Reuters

La democracia salvadoreña ha parido un autócrata. Lo venía gestando desde hace casi un año, y ya está aquí, en todo su esplendor. Se llama Nayib Bukele y, a partir del 1 de mayo, gobernará este país como le plazca.

El domingo 28 de febrero los salvadoreños votaron para elegir a sus 84 diputados y 262 alcaldes. Nuevas Ideas, el partido que se define como el de “la N de Nayib”, se estrenó en unos comicios dando una tunda a sus adversarios. Aún se realiza el conteo final, pero el preliminar dejó clara la tendencia, con más del 90 por ciento escrutado. Los candidatos a alcaldes de Bukele ganaron 13 de las 14 cabeceras departamentales. Sus candidatos a diputados, contando la alianza con otro partido, ganaron 61 de las 84 diputaciones.

El adjetivo posesivo del párrafo anterior no es un despiste. Esos candidatos son suyos. Los que tuvieron alguna cobertura mediática o propaganda hicieron campaña con la foto de Bukele y prometieron fidelidad a su líder. Para atraer el voto, el partido llenó el país de enormes espectaculares que solo contenían un fondo celeste y una enorme N blanca al medio. La N del todopoderoso.

El Salvador ha cambiado. Ya no existe el país con la correlación de fuerzas políticas que nos gobernaron durante toda la posguerra. Durante 29 años, después de los Acuerdos de Paz, dos partidos dominaron el poder político: Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), a la izquierda, y la Alianza Republicana Nacionalista (Arena), a la derecha. Con estas elecciones se extinguió la polarización que nos carcomió durante décadas: ¿FMLN o Arena? Y se terminó de imponer otra polarización igual de simplista y nociva: ¿Bukelista o no?

Con los 61 diputados, Bukele no necesita de ninguna otra bancada legislativa más que de la de su partido aliado que le ha prometido fidelidad absoluta y bajo cuyas siglas llegó a la Presidencia en 2019 cuando aún no había formado a Nuevas Ideas. La oposición ha caído en la irrelevancia. En la legislación salvadoreña, 56 es el número mágico. Es lo que conocemos como mayoría calificada, capaz de conseguir aprobación del presupuesto, reformas legales, la suspensión de garantías constitucionales o el nombramiento de magistrados de la Corte Suprema de Justicia.

Los partidos tradicionales quedaron en coma profundo. Sobrevivirán artificialmente, conservando algunas curules, con gente que se sentará en el parlamento como si su presencia pudiera servir de algo. La exguerrilla, por ejemplo, el FMLN, obtuvo cuatro escaños. El menor registro de su historia era de 21 diputados en las elecciones de 1994, cuando la guerra estaba reciente y el fantasma del comunismo todavía era útil para espantar votantes. Arena obtuvo 14 escaños esta vez, lo que significa que tendrá 23 menos de los que ahora mismo tiene.

A partir de mayo, a Bukele le bastará levantar el teléfono para ordenar que se apruebe una ley o que se destituya a un fiscal y se elija a otro. La gran mayoría de votantes salvadoreños decidió decir no al contrapeso de poderes, no al debate legislativo, no al consenso necesario, no a la oposición. Y al decir no al pluralismo y el sistema de controles que caracteriza a la democracia ha puesto al país en el camino de la autocracia. Como gustan decir los demagogos de plaza: el pueblo ha hablado, el soberano se ha expresado en las urnas. Una sociedad poco instruida en los principios democráticos ha confirmado a su caudillo. Una sociedad con tan precaria educación pública y tanta desigualdad ha ungido, más por fe que con argumentos, a su nuevo mesías.

A El Salvador no se le impuso un autócrata: el país lo eligió.

¿A qué dijeron que sí los votantes salvadoreños? A la acumulación de poder en un hombre de 39 años que ha demostrado ser autoritario, poco transparente y enemigo de la prensa independiente. Pero también a un hombre que los convenció, principalmente con eslóganes y demagogia, de que él no es como “los mismos de siempre”, aunque haya sido alcalde de la capital con el FMLN; que ofreció logros incontestables también, así como inexplicables, como la reducción de homicidios sin precedentes durante su primer año de mandato, que él atribuye a un plan que no ha permitido que nadie vea y analice, y no a sus demostradas negociaciones con la Mara Salvatrucha-13, de las que tanto le incomoda hablar.

Bukele viste ropas muy diferentes a las de sus antecesores y es hábil manejando el Twitter en un país donde el anterior presidente no sabía ni cuál era su usuario en esa red. Sin embargo, al margen de los símbolos, comparte muchos rasgos de la clase política que llevó al despeñadero a El Salvador: bajo su mandato han ocurrido diversas denuncias de corrupción y nepotismo, sus ataques a la prensa le han ganado incluso cartas de reclamo de legisladores estadounidenses y su falta de transparencia le ha llevado a desmantelar poco a poco la institución garante de la información pública. Bukele luce diferente, pero en el fondo se parece mucho a los que ha logrado sacar del hemiciclo legislativo.

Hasta las próximas elecciones de 2024, Bukele gobernará El Salvador con un poder que nadie ha tenido en la posguerra. Su discurso legitimará cada una de sus acciones respaldándose en una raquítica idea de democracia. El presidente tiene excusa para rato. Pero también tiene un nuevo reto. Se le acabó su enemigo. La idea de una oposición que bloqueaba todas sus iniciativas y no le permitía arreglar este país se terminó también en estas elecciones. Tener todo el poder también significa tener toda la responsabilidad. Ser el único que carga el jarrón implica también ser el único responsable si se rompe.

Pero Bukele es fiel a su estilo de entender la política como un conflicto permanente que él debe ir ganando.

Sin oposición que le estorbe, podría predecir lo que seguirá: el presidente buscará nuevos enemigos para seguir utilizando su narrativa de bueno y malos. Uno de los enemigos predilectos para llenar ese espacio seremos nosotros, la prensa y los periodistas. El presidente nunca ha entendido el rol de la prensa independiente. Su jugada —exitosa dentro de las fronteras nacionales— ha sido presentar a esa prensa como oposición política. Creo que esa animadversión crecerá hasta ocupar un lugar principal en el altar de los odios presidenciales.

Haberle entregado el poder absoluto a Bukele traerá serias consecuencias que perdurarán en el imaginario político como una nueva forma de liderazgo: el desprecio por el Estado de derecho y el diálogo, los ataques a la prensa, la falta de transparencia, la perpetuación del nepotismo y el amiguismo, la deformación de las instituciones públicas hasta convertirlas en peones obedientes a la próxima jugada de su líder. Un Estado al servicio de un hombre.

La prensa lleva en la mira de Bukele desde antes de que asumiera la presidencia. Hacer periodismo es cada vez más difícil a causa del acoso y las amenazas de funcionarios del gobierno. A partir de ahora, será aún más difícil. Pero este es el momento en el que El Salvador más necesita periodismo serio y riguroso.

A los colegas periodistas les sugiero autorreflexión y templanza. Será necesario comprender el nuevo escenario y reinventar nuestros procedimientos para proteger a nuestras fuentes, cubrir los órganos de Estado o, sencillamente, salir a hacer nuestro trabajo a las calles.

A la sociedad civil organizada le esperan necesidades similares: rearmarse para vigilar al poderoso, transformarse para dialogar con el convencido y caminar así, paso a paso, una vez más, ese camino nunca recorrido del todo, en el intento de llegar a una democracia plena y fuerte.

Óscar Martínez es jefe de redacción de El Faro, autor de Los migrantes que no importan y Una historia de violencia y coautor de El Niño de Hollywood, sobre la MS-13.

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