Bulos y censura en el estado de alarma

La forma en cómo se está afrontando jurídicamente la pandemia de Covid-19 despierta muchas dudas. Son muchos los comentarios que se han escrito al respecto y esos comentarios anticipan lo que, a poco tardar, serán los futuros debates que se van a plantear ante los tribunales, desde los juzgados al Tribunal Supremo y, antes o después, el Tribunal Constitucional.

Pero las dudas no se relacionan con los aspectos de detalle propios de juicios y de jueces y abogados. Guardan relación con algo más general, con una actitud que el filósofo Byung-Chul Han ha llamado «el regreso a la sociedad disciplinaria» y la aparente pasividad o fatalismo con el que se están asumiendo las consecuencias de ese «regreso» en las sociedades occidentales y, desde luego, en la sociedad española. Me preocupa por lo que esa pasividad o fatalismo puede implicar de renuncia voluntaria a un marco de derechos no discutido hasta el momento en beneficio de una (aparentemente) cómoda disciplina. Y me preocupa hasta dónde puede llegar esa renuncia voluntaria, si es que es posible ver voluntad en la pasividad.

Pongo como ejemplo la asunción del confinamiento. Entiéndaseme, no pongo en cuestión su necesidad: no tengo conocimientos que oponer a los de un experto y eso me impide dudar. Todo lo más, ser precavidamente escéptico y esperar. De lo que sí me atrevo a dudar, ahora que parece que va camino de acabarse, es de la forma en cómo se ha adoptado la medida de confinamiento, lo que no es poco, porque en ello van implícitas las preguntas sobre si se han respetado los límites y los controles exigibles. En definitiva, las preguntas cuyas respuestas permiten decidir si algo se ha hecho bien o no, preguntas necesarias porque todo lo que se hace mal tiene consecuencias.

Y las preguntas están justificadas: la Ley de Estados de Alarma, Excepción y Sitio no autoriza la suspensión de derechos fundamentales durante el estado de alarma, de absolutamente ninguno, incluida la libertad de movimientos o deambulatoria. Es cierto que sí cabe la posibilidad de establecer limitaciones. Así lo afirma el Tribunal Constitucional en las escasas resoluciones en las que ha tenido oportunidad de pronunciarse sobre el alcance de un estado de alarma (auto 7/2012, de 13 de enero, y sentencia 83/2016, de 28 de abril, ambas en el asunto controladores aéreos), en las que recuerda que el artículo 11.b) de esa ley sólo autoriza a «limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos». Todo puede discutirse, pero juraría que el confinamiento se ha aplicado exactamente al revés de cómo la Ley autoriza a que se haga durante un estado de alarma: la limitación ha sido permanente (a todas horas) y general (en todos los lugares) y no se ha permitido el ejercicio de la libertad deambulatoria condicionada al cumplimiento de ciertos requisitos: el ejercicio de ese derecho se ha prohibido (suspendido) salvo determinadas excepciones.

Tengo presente que, en mis lejanos tiempos de juez de instrucción y de lo penal, cuando imponía una pena de arresto domiciliario, la forma en cómo se cumplía la pena era exactamente esa: encierro en casa y, en caso de que el condenado viviese solo, posibilidad de salir en horas prefijadas para abastecerse. Encierro o confinamiento salvo excepciones, algo que nunca se discutió que consistiese en la privación de un derecho. Pero insisto en que se me entienda: no cuestiono si la suspensión de derechos que implica el confinamiento es necesaria, sólo me planteo si lo que se ha hecho se tenía que haber acogido a otras fórmulas, con otros controles y con otros debates y consensos, fundamentalmente parlamentarios, como parece necesario cuando se trata de privar de derechos fundamentales. Y me llama la atención la asunción fatalista de esta situación.

Pero hay otros derechos en juego cuya afectación me preocupa más que la propia libertad. El confinamiento, aunque implica la afectación extrema de uno de los derechos fundamentales más básicos, se acabará y no cabe seriamente pensar en un toque de queda encubierto, aunque habrá que estar atentos a cómo se lleven a cabo eventuales confinamientos selectivos de personas asintomáticas. Lo que me preocupa es que pueda estar abriéndose la puerta a otras limitaciones permanentes y más sutiles de derechos fundamentales que se acaben aceptando disciplinadamente como normales.

Aquí es donde fijo mi atención en las llamadas fake news y bulos y en el control administrativo o gubernativo de lo que es verdad y no lo es en las redes sociales, con el objetivo de prevenir la «desafección a las instituciones del Gobierno», cuya preservación (me refiero a la afección a las instituciones del Ejecutivo) parece haberse encomendado a la Policía.

Preservar la afección a un Gobierno ejerciendo un control sobre las redes sociales no es ni puede ser un objetivo del estado de alarma. Ni siquiera lo es del estado de excepción o el de sitio, en los que se excluye la censura previa como posible consecuencia de la suspensión de derechos (art. 21.2 de la Ley de Estados de Alarma, Excepción y Sitio). Eso es algo propio del estado de guerra, en el que puede concebirse que el derrotismo sea delito. Así lo hace el artículo 24 del Código Penal Militar, dedicado a los delitos de traición militar. Pero hablo de un estado de guerra de verdad, no de una metafórica «guerra contra el virus». Fuera de la situación más extrema concebible, la guerra, en la que las personas dejan de serlo y su objetivo es matarse y en la que las reglas se devalúan hasta hacerse irreconocibles, la afección a un Gobierno no es un fin constitucionalmente legítimo que pueda imponerse a un ciudadano y, por eso mismo, ni cabe aceptar limitaciones de derechos con esa finalidad ni poner al servicio de la misma los medios del Estado. Decidir sobre la verdad o la mentira es un trabajo de los tribunales y sólo allí donde realmente lo justifique un fin constitucionalmente legítimo.

La libertad de expresión no es un derecho limitado a los periodistas. Lo dijo el Tribunal Constitucional en su sentencia 176/1995, de 11 de diciembre, y lo ha repetido después: «Los titulares de… la libertad de expresión en cualquiera de sus manifestaciones… somos todos los ciudadanos». Obviamente, y como todo derecho, tiene sus límites: que el mensaje sea en sí mismo delito, o que lo promueva, es un límite. Que promueva la desafección a un Gobierno no lo es, y eso no es diferente en las redes sociales como una forma más de manifestación de la libertad de expresión. De hecho, la sola circunstancia de lanzar la advertencia a la ciudadanía de una monitorización de comunicaciones con el objetivo de detectar mensajes de desafección a las «instituciones del Gobierno», reservándose el propio Ejecutivo la decisión sobre lo que es verdad y no lo es como fundamento de una crítica, puede considerarse en sí mismo un acto de censura en cuanto que disuasorio de comunicaciones futuras que contengan mensajes de crítica. Y esta es una reflexión que nace de la propia jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (caso Lingens contra Austria, sentencia de 8 de julio de 1986, fundamento 46) que vio en la condena a un periodista por haber ejercido una crítica ácida contra un canciller austríaco un acto de censura dirigido a disuadir a los demás periodistas de formular críticas en el futuro.

Las fake news son un problema sobre el que es necesario reflexionar y encontrar soluciones dentro del marco constitucional, qué duda cabe. Algunas iniciativas ya se están produciendo en el ámbito de la UE (Plan de Acción contra la Desinformación y portal 1de2.eu) pero como es seguro que no puede solucionarse es en el desconcierto de un estado de alarma, creando ministerios de la verdad que, como en la novela de Orwell, 1984, conllevan el riesgo de acabar gestionando la mentira y suprimir la crítica. Confundir la lucha contra la desinformación con la afección a un gobierno conducirá irreparablemente a una sociedad disciplinaria.

José María Macías es vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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