El diálogo negociador que mantienen las direcciones del PSOE y del PSC para establecer las bases de una nueva relación –obligada por la discrepancia sobre el derecho a decidir y, en última instancia, sobre el sujeto de soberanía– trata de salvar un programa común en todos los demás aspectos de las políticas públicas. Ambas formaciones se necesitan, y la confrontación de votos en el Congreso los obliga a fijar un protocolo que subraye la independencia mutua. Pero ha sido la naturaleza identitaria del disenso lo que ha puesto más en evidencia que PSOE y PSC atraviesan las mismas dificultades y se enfrentan a idénticos desafíos para su pervivencia como opciones hegemónicas de la izquierda y como alternativa de gobierno.
El carácter centenario del partido fundado por Pablo Iglesias no asegura, necesariamente, su continuidad a lo largo del siglo XXI. Su confluencia con otras corrientes socialistas de Catalunya para dar lugar a una formación que demostró un fuerte arraigo durante las tres primeras décadas de democracia y autogobierno tampoco significa que el PSC sea para siempre. Los socialistas de Catalunya y los del resto de España se enfrentan a la misma disyuntiva: atreverse a abrir sus puertas para salir de los actuales límites partidarios con el propósito de liderar la gestación de unas siglas nuevas o contentarse con ordenar la casa con la esperanza de que sean los demás quienes acudan a ella. Es verdad que la primera opción resulta aventurada, puesto que la realidad actual del socialismo correría el riesgo de disolverse en un magma heterogéneo muy difícil de articular política y orgánicamente. Pero la segunda tampoco está exenta de peligros, sobre todo si cada semana los socialistas protagonizan sorpresas que deshilachan su ya endeble cohesión y los hacen vulnerables al más mínimo contratiempo.
Es la crisis de la socialdemocracia, sí. Pero el socialismo en España soporta su propia crisis; el estallido de su particular burbuja. Rubalcaba y Navarro parecen haber depositado en una propuesta de cambios constitucionales la esperanza de superar el anquilosamiento programático y el fracaso del voluntarismo reformador con el que trató de paliarlo la etapa Zapatero. Pero la propuesta de consagrar constitucionalmente determinados derechos sociales y de transformar en el plano normativo el Estado autonómico en federal no constituye una solución para los problemas del PSOE y del PSC, sino un síntoma más de la crisis que padecen ambos partidos: la infructuosa llamada al sistema político para que cambie a imagen y semejanza de los socialistas precisamente cuando está virando en otro sentido.
En algunos momentos de su historia reciente el socialismo creyó estar en condiciones de reducir la influencia del centroderecha a la mínima expresión, tanto en el conjunto de España como en Catalunya. Hoy necesita aferrarse al bipartidismo en la presunción de que la otra formación –el PP en un caso y CiU en el otro– comparte su mismo interés. Olvidándose necesariamente de que el bipartidismo contribuyó a gestar la burbuja socialista más que a apuntalar a sus adversarios. El PSOE y el PSC dependen de que los ciudadanos continúen contemplando el panorama político en términos duales, como si inevitablemente la alternancia oscilase entre populares y socialistas, o convergentes y socialistas. Pero el tacticismo que ha de desplegarse para proyectar esa sensación, mientras las encuestas no acompañan y arrecian las tensiones internas, comporta más desgaste que logros. Los socialistas están en una situación de tal debilidad que no pueden aspirar a tener aciertos que los ciudadanos valoren y, mientras tanto, se ven con grandes dificultades para prevenir errores o enmendarlos a tiempo y con decoro. Es la consecuencia de haber vivido políticamente por encima de sus posibilidades, con Zapatero en la Moncloa y con el tripartito en la Generalitat.
Los movimientos que se aprecian entre sus dirigentes y notables resultan significativos. Ya los más veteranos no parecen quejarse de haber sido orillados y se sienten más cómodos en el arcén que circulando a ciegas. Los jóvenes valores se muestran dubitativos temiendo quemarse antes de tiempo si asumen responsabilidades en tan calamitosas circunstancias. La dirección actual –de Ferraz o de Nicaragua– es tan respetada como desdeñada porque hoy nadie aspira a compartir su cáliz. Dentro de una burbuja empequeñecida el socialismo orgánico espera que pase la tempestad y todo vuelva a su cauce mientras trata de sortear los continuos embates. Es probable que se enfrente a un problema sin solución en los términos que maneja la cultura socialista.
Kepa Aulestia