Burke y la conciencia política

El famoso discurso de Edmund Burke, el gran filósofo británico, a los electores de la ciudad de Bristol, quienes le habían recién elegido como su representante en el Parlamento de Westminster, el 3 de noviembre de 1774, es la crítica más aguda, aún hoy en día, del llamado mandato imperativo. Resulta fundamental entender por qué el rechazo del mandato imperativo se ha convertido en un elemento constitutivo de cualquier democracia parlamentaria contemporánea. Por ejemplo, se ha mencionado mucho el discurso de Burke durante los últimos tres años en relación con los diversos debates que determinaron la salida del Reino Unido de la Unión Europea, el Brexit. Fue memorable y muy emotiva la alusión a Burke por el entonces padre del Parlamento de Westminster, el honorable Kenneth Clarke, en su duro rechazo a la posición de su propio partido –el partido conservador– sobre esta cuestión, como parte de su siempre numantina defensa de la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea.

Ahora bien, la sutil crítica de Burke ha trascendido partidos y movimientos, considerándose hoy en día una piedra angular de cualquier parlamento. Así queda reflejada en todas las modernas constituciones liberales; por ejemplo, en nuestra Constitución de 1978, en su artículo 67, párrafo segundo, que reza, simple y llanamente: «Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo».

Merecen una reflexión las recientes apelaciones por parte de algunos de nuestros representantes a distintas versiones del mandato imperativo, quizás en desconocimiento del precepto constitucional contenido en ese artículo 67, por ejemplo, al sugerir la celebración de un referéndum vinculante sobre cuestiones de índole constitucional, o al imponer estrategias homogéneas de opinión entre los miembros de un mismo partido político. Lo que a primera vista puede parecer más democrático (una consulta popular, o la disciplina dentro de un partido), a menudo no lo es en absoluto, sino que lleva a esa tiranía de la mayoría tan criticada por John Stuart Mill un siglo más tarde.

En su discurso, Burke acepta que un representante se debe a sus electores: «Es el deber del representante sacrificar su descanso, placer y satisfacciones, y, sobre todo, en cualquier caso, anteponer los intereses de los electores a los suyos propios». Ahora bien, ¿en qué consiste exactamente anteponer los intereses de los electores? ¿Cómo se defienden esos intereses en un parlamento?

Es aquí donde la sorprendente respuesta de Burke informa el concepto de representación parlamentaria contemporáneo: «Tu representante te debe no solo su labor, sino su buen juicio; te traiciona si, en lugar de servirte, sacrifica su juicio en aras de tu opinión». Es decir: puede que para un representante lo más cómodo sea seguir el juego a sus electores, o compañeros de partido, acomodarse a sus preferencias, y asumir sin más sus dictámenes.

Esto es lo que haría un populista demagogo al que solo interese conservar su puesto; pero, como apunta Burke, constituye una ilegitima perversión del juicio (en otras palabras: es un tipo de corrupción), pues ni el «juicio maduro» del representante ni «su conciencia ilustrada» derivan de la «satisfacción del elector», sino de la propia experiencia y conocimiento del representante. Deben primar los dictámenes de la conciencia de un representante sobre las instrucciones del pueblo, sean directas, mediante referéndum o consulta, o indirectas a través de las directrices de un partido político. Este rechazo del mandato imperativo es quizás el mayor legado de la tradición parlamentaria británica a la democracia liberal, y queda explícitamente reflejado en las constituciones de las naciones de la Unión Europea, así como en el funcionamiento de sus instituciones y, en particular, del parlamento europeo. Qué gran tragedia, pues, la salida de la comunidad británica del seno de la Unión que mejor enarbola sus valores.

La capacidad de pensar por sí mismo, y de atenerse a su conciencia personal, es la cualidad fundamental de un representante político en una democracia parlamentaria, ya sea una república o una monarquía. (No sobra apuntar que muchas repúblicas nominales –como China, Corea del Norte, Vietnam o Cuba– abiertamente contradicen los preceptos de Burke, que, por el contrario, sí adoptan la inmensa mayoría de las monarquías parlamentarias).

En estos meses que se avecinan, que se antojan críticos para la frágil democracia española, conviene recordar con Burke que un parlamento «no es una asamblea de intereses diferentes y hostiles», que cada grupo deba mantener en contra de otros grupos y agentes. Al contrario, el parlamento de un país «es el foro deliberativo» de una comunidad o nación; aquel donde se exponen las razones y los argumentos de cada representante; y todos sus miembros deben asistir con la voluntad de prestar atención y dar la máxima consideración a las razones de los demás, ya sea para rebatirlas o hacerlas propias.

En otras palabras, ni los referéndums o consultas populares, ni las estrategias y disciplinas de partido pueden, en ningún caso, determinar el juicio de un representante. Eso supondría sublimar el juicio individual –el único en el que se representa con rigor el devenir de una experiencia vital– en un supuesto juicio colectivo que lo antecede. En el mejor de los casos, tal generalización colectivista resulta inane (como la media aritmética de 1,2 hijos por matrimonio en España; o la altura media de los españoles); y, en el peor de los casos, es una expresión hueca y carente de sentido de un juicio robotizado y mecánico. Y todos los europeos conocemos bien los gulags de diverso tipo en los que han derivado, a lo largo del siglo XX, los intentos de sublimar la conciencia personal de los individuos en favor de tales juicios colectivos, ya sean aquellos que dictan los partidos, o los que supuestamente emanan de los denominados pueblos.

El lector atento encontrará los evidentes paralelismos entre el discurso a los electores de Bristol y algunos eventos en España durante los últimos meses. Es en el desconocimiento de algunos de nuestros representantes políticos –y en el deficiente funcionamiento de nuestros partidos políticos–, donde se encuentran algunas de nuestras presentes dificultades, y no en la espléndida Constitución de 1978, con su magnífico artículo 67 de inspiración burkeana.

Mauricio Suárez es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad Complutense.

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