Desde siempre he tenido predilección por el retrato. No es que no llamen mi atención otros géneros –pintura religiosa/devocional, de historia, mitológica y alegórica, costumbrista, naturalezas muertas/bodegones o paisajes–, pero no puedo dejar de sentirme atraído por la representación de la figura humana. ¿Será porque estamos hechos a semejanza de Dios? («Hagamos al hombre a nuestra imagen y nuestra semejanza». Génesis, I, 27). El dedo de Miguel Ángel de la Capilla Sixtina sería la prueba de un ADN compartido. ¿Será porque, en palabras de Terencio,« Homos um, humani nihil a me alien um puto »:« Hombre soy; nada humano me es ajeno »? O, simplemente, ¿es que no podemos desligarnos de la condición de impenitentes voyeurs? «Una pintura –dirá Dalí– no es más que una fotografía hecha a mano». Sea como fuere, el retrato se erige como medio inigualable para conocer y aprehender la imagen y el espíritu humanos. Aunque para ello invistamos a los retratistas con los atributos de un chamán. Lo apuntaba Benedetto Croce: «El pintor es pintor porque ve lo que el otro sólo siente o entrevé, pero no ve».
Un introito que justifica, ¡si es que hiciera falta!, una visita al Prado, para disfrutar de un pintor inédito –con la salvedad de la Casad e Alba (Felipe V condecora al mariscal de Berwick con el Toisón de oro)– entre nosotros: Jean-Auguste Dominique Ingres. Un artista capital para conocer el arte de los siglos XVIII y XIX y acercarnos a las vanguardias históricas y por ende a la modernidad más posmoderna y contemporánea. Un pintor intempestivo e inclasificable. Ni academicista ni vanguardista. Ni tradicional ni revolucionario. Ni neoclásico ni romántico. Ni idealista ni realista… Como todos los grandes, imposible de aprehender y clasificar exhaustivamente. Poco queda hoy de la fratricida pugna entre el progresismo colorista de Delacroix y el reaccionario dibujismo de Ingres. Ingres se muestra como un pintor tan clásico (adoraba a Rafael, y a Giotto, Masaccio, Holbein o Tiziano) como actual (la fascinación de Picasso – Retratode Gertrude Stein–, Degas, Pisarro, Matisse, Balthus, Man Ray, Duchamp…).
Había nacido en 1780 (Montauban) y murió a los 86 años, en 1867 (París). Una vida larga, con frecuentes estancias en Italia, presidida por un objetivo: pintar. La pintura es abrazada como una religión. A pesar de haber conocido los más convulsos avatares políticos (los estertores de la Monarquía de Luis XVI, la Revolución Francesa, el Imperio de Napoleón Bonaparte, la Restauración monárquica, los cambios burgueses y proletarios de 1836 y 1846 y el Segundo Imperio, en Ingres hay un pensamiento principal –«la pintura es una cuestión mental»–: la búsqueda de la belleza. Así lo atestigua una fotografía de E. Disdéri (1858), vestido con chalina y levita, un burgués, pero que da pistas sobre su profesión: las piernas están abiertas en compás, como si acabara de retirar del caballete el último lienzo. El cómplice guiño de un artista.
En la exposición encontrarán épicas pinturas de historia, las que más valoraba, como Juana de Arco en la catedral de Reims; desasosegantes mitologías, como El sueño de Ossián; icónicos desnudos, como La gran bañista, Lagran odalisca y El baño turco; religiosos lienzos, como Jesús entre los doctores, y soberbios retratos. Retratos, muchas veces a su pesar, de distinguidos aristócratas, burgueses enriquecidos, altos funcionarios de la Administración, diplomáticos de relieve… y del mismísimo Bonaparte. Ingres había tenido un excelente maestro: David. Una época presidida por un elenco inigualable de retratistas europeos: Fragonard, Reynolds, Gainsborough, Lawrence o Goya, aunque en muchos casos, ante la ausencia de encargos de mayor fuste, hubiera de resignarse a hacerlos, como en sus primeros años en París al abandonar el estudio de David, a lápiz de mina de plomo. ¡Me quedo con el de La Familia Stamaty! Casi todos ellos caracterizados, como señala Manuel García Guatas en su monografía sobre el pintor, por dos rasgos: la intensidad formal de la línea para perfilar sintéticamente la silueta del modelo, en sintonía con los camafeos de entonces, y su gusto por los formatos ovalados deudores de las miniaturas. En ellos se hallan la armonía, el gusto por la perfección, los escorzos atrevidos y el tratamiento carnoso de las superficies. Fijémonos en cinco de ellos.
Los dos primeros son marmóreos retratos de Estado: Napoleón-Bonaparte, primer cónsul (1804) y Napoleón-I en el trono imperial (1806). La mirada del poder. En el primero, deudor compositivo del bizantismo y de una obra de Gros dos años antes, Napoleón se encuentra de pie, algo rígido y con una perspectiva no lograda del todo, mientras al fondo, detrás de unas cortinas verdes, aparecen la catedral de San Lamberto y la ciudadela de Santa Walburga en Lieja. La cabeza y el traje exaltan su solemne gloria, embutido en un llamativo color carmín, a los que se unen NIETO detalladamente, en la estela de Van Eyck, los signos de la iconografía del pouvoir: cortinas, mesas de despacho con documentos, alfombras, sillones… El segundo –heredero de un boceto de pie de David– muestra hieráticamente, aunque aquí sentado, toda la parafernalia efectista y recargada del Emperador en una composición diagonal entre las varas del cetro de Carlos V y la mano de la Justicia de Carlomagno. ¡Fíjense en su aparatosísimo zapato izquierdo! Los otros tres son fantásticos. Uno, de Louis-Francois Bertin (1830), calificado por Manet de «Buda de la burguesía», fundador del Journal des débats, defensor de la Monarquía constitucional de Luis Felipe I y de la libertad de expresión. Un retrato piramidal imponente, heredero del retrato psicológico, de un enérgico prohombre (la fuerza de su mirada) con sus gruesas y grandes manos sobre las rodillas. Los segundos y terceros, los sensuales retratos, ¡para eso están los espejos!, de una pensativa Condesa d´Haussonville (1845), bañada en un mar de azules, dorados y marfiles primorosos, y de Madame-Moitessier (1852-1856) con su vestido preñado de joyas y colores y sus divinos amorfos dedos. Lo dicho. Si no tiene retratista, ya lo encontró: Ingres. Aunque ya no le pueda hacer un encargo.
Pedro González-Trevijano, magistrado del Tribunal Constitucional.