Buscando a Dios en el Universo

Buscando a Dios en el Universo

Me refiero hoy en EL ESPAÑOL a mi próximo libro, que se titula, como este artículo, Buscando a Dios en el Universo, con dos subtítulos: ¿De dónde venimos, qué somos, adónde vamos? El sentido de la vida en un universo antrópico.

¿Y por qué un libro como éste, al margen de casi todas las más o menos notorias vocaciones previas del autor, y parece que distante de sus actividades cotidianas, fundamentalmente de economista? Muy sencillo, a medida que avanzamos en edad y conocimiento, tenemos la fortuna de mantener vivo el deseo, e incluso recrecerlo, de encontrar respuestas a inquietudes muy hondas; con una interpretación alfa / omega, y siguiendo una senda científico-lógico-filosófica frente a las tres preguntas del primer subtítulo de esta obra: ¿De dónde venimos, qué somos, adónde vamos?

Son tres cuestiones difíciles de contestar -una auténtica aporía-, pero con los avances de la ciencia, estamos ganando sobre el pasado. Ya sabemos -respondiendo en parte al de dónde venimos- que estamos ante un proceso cósmico, a partir del Big Bang hace 13.800 millones de años, cuyo final es todavía un misterio.

También conocemos mucho del qué somos: la especie en el más alto nivel de la escala de los seres vivientes, en fase geológica de antropoceno, y con cambios asombrosos en capacidades personales, sobre todo por la inteligencia artificial, de posibilidades ilimitadas.

Y llegamos así, por último, a la tercera pregunta: ¿adónde vamos? Y dentro de lo que es toda una filogenia cósmica de incertidumbre, se tiene la sensación de que, incluso los más escépticos, no descartan la posibilidad de una evolución hacia un punto Omega (Teilhard dixit); o como quiera que pueda llamarse, en la idea de que la evolución tiene características teleológicas o teleonómicas, que le dan un sentido, en un camino de perfección con posibles metas físicas y espirituales que hoy sólo vislumbramos lejanamente.

Pero frente a esa hipótesis Omega, muchos científicos despachan rápidamente el tema, manifestando que sólo cabe creer en el azar y la necesidad; lo que a la postre podrían resultar una pseudoteología: con su propio dios, Monod (basándose en Demócrito y Leucipo), y Dawkins y Hawking, los principales profetas actuales.

Y yendo al punto más difícil de la cuestión, se reproducen las reflexiones que el autor hizo durante un coloquio en el que participó hace tiempo; dirigiéndose a un convencido de la idea desgarradora de la nada:

Eso que me refiere usted, de que no hay un más allá de lo que sabemos y vemos, no es consistente. Y si aspira a convencerme definitivamente, le rogaría que me explique de qué va esta vida de la que disfrutamos aquí y ahora. Pues no me negará que tiene poco de trivial y un mucho de extraordinaria e inexplicable. Y con sinceridad, no creo que cualquier otra existencia imaginable haya de ser más intrigante que ésta en que nos encontramos ahora mismo; vivimos sin ni siquiera habérselo pedido a nadie, para disfrutar, o padecer la vida según cada cual…

Por otro lado -insistí frente a mi interlocutor-, usted, en su hipotética omnisciencia positivista, quizá no se haya parado a pensar lo extraño de nuestro caso: somos unos bípedos de frágil apariencia, pero capaces de funcionar hasta cien años o más, nutriéndonos de cualquier cosa para obtener la energía precisa, y lucubrando sin parar en nuestra mente.

En resumen, yo diría que quienes como usted niegan de forma apriorística cualquier posibilidad de trascendencia, caen en su propio fatalismo reduccionista, y por demás acientífico sin ningún beneficio de la duda…

Y tras esas reflexiones, que yo creo inevitables, volvemos al adónde vamos. Para plantear, desde el punto de vista general humano si serán posibles los viajes interespaciales, salir definitivamente del Sistema Solar, para entrar en el inmenso espacio interestelar. Una idea a la que nos hemos acostumbrado desde Stanley Kubrick y Arthur Clarke con 2001, una odisea del espacio (1967), por la ciencia ficción en el cine. Pero su viabilidad plantea dificultades casi increíbles como ya vimos. Así pues, si desde el viaje De la Tierra a la Luna (1865) de Julio Verne a la Misión Apolo con Neil Armstrong (1969), pasaron 104 años ¿cuánto demorará la materialización de las ideas contenidas en el también libro de Julio Verne, menos conocido, Héctor Servadac (1877), hasta hacerse realidad la navegación en el cosmos interestelar? No lo sabemos…

Es un tema que tiene su apreciación más crítica en la llamada Paradoja de Fermi, sobre la cual cabe aclarar que con las previsiones actuales, lo más seguro es que no alcancemos nunca -o por lo menos en las tres o cuatro generaciones futuras-, la velocidad de la luz en los vehículos espaciales humanos. Y por mucho que pueda superarse la velocidad máxima de 70.000 km/hora conseguida hasta el momento -con la sonda más veloz, la Voyager que se lanzó en 1977 y que ya vuela fuera del Sistema Solar-, las distancias de miles de años luz parecen imposibles… salvo que hubiera agujeros de gusano (Wheeler dixit), en forma de tubos de longitud increíble, en los que no habría ni espacio ni tiempo. Por lo que no cabe descartar toda posibilidad, en palabras de William Blake:

Todo lo que hoy vemos,
fue un día imaginación.
Todo lo que hoy imaginamos,
podrá ser realidad mañana.

La conclusión pragmática de esos viajes imposibles (la vuelta a la Luna y la ida a Marte es como pasear por el vecindario más próximo), resulta que al margen de cualquier fantasía, seguiremos por siglos en el mismo planeta. Y que en la era de la tecnoaceleración estamos obligados a mejorar nuestro Navío Espacial Tierra, que se nos ha dado para vivir la especie. Y que no nos pertenece en absoluto: el usufructo es nuestro, pero su propiedad es de todas las generaciones actuales y venideras. Eso también forma parte del adónde vamos.

Y sobre otros aspectos del adónde vamos, creo que podemos seguir en la inevitable reflexión del viaje individual que, tal vez, se inicie con la muerte misma.

Para conexión del lector con el autor, el correo electrónico castecien@bitmailer.net.

Ramón Tamames es catedrático de Estructura Económica, cátedra Jean Monnet de la UE y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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