Buscando una historia bonita

De nada ha servido llevar varias semanas diciéndome que llegaría un sábado campanudo en el que debería escribir sobre las setas, los otoños, las lluvias, la ternura, el fuego del hogar y las castañas, sí, también las castañas. Tengo una mala relación, desde la infancia, con las castañas. He comido tantas, y de una manera tan sosa y repetida, que aún es el día que debería reencontrarme con las castañas. Bien hechas y en puré es un delicioso acompañante de la caza. Hubo una época en que era capaz de hacer quinientos kilómetros por una becada, pero desde que la han convertido en un chupa-chups correoso, ni me muevo.

Pensé en la caza y las castañas, pero me pareció ridículo. Confío que la crisis se llevará toda esa caterva de fantasmas de la cocina, que aúnan su condición de comentaristas egregios con la de divertidos trepadores sociales. ¿Ustedes han sido capaces alguna vez de leer los textos que acompañan a los vinos, sin una sonrisa? ¡Literatura de época! Pero me equivoco y probablemente ellos serán de las pocas cosas que sobrevivan, igual que los bufones sobrevivieron a las monarquías absolutas

Semanas pensando en un tema hermoso que culminara esta jornada de Reflexión, Día de Acción de Gracias de la Democracia, y debo reconocer que he fracasado. Primero pensé en una novela. Un libro impresionante, por su calidad literaria, que me permitiera explayarme. El primero que pensé fue en Zarabanda, de Miguel Sánchez-ostiz. Un título hermoso, casi festivo. Pero cuando me puse a desarrollarlo me encontré que debía explicar que Sánchez-ostiz es uno de esos escritores que tienen el insólito mérito de escribir libros que aumentan la lista de sus enemigos y reducen el número de sus lectores. Sin contar con lo enjundioso que le debe resultar el encontrar editor, porque después de haberlo hecho hace años con los grandes –los que ponen y quitan genios de la literatura–, ha pasado a hacerlo con otros más modestos; dignos, pero humildes de todo, hasta de solemnidad.

En fin, que me metía en el lío de explicar que está editado por Pamiela, pero además, si le dedicaba el artículo, debía desarrollar, quizá por lo menudo, que se trata de una historia siniestra de personajes que se creen muy divertidos, y que inevitablemente me metía en la sociedad vasco-navarra, que es como uno de esos misterios sagrados, que son al tiempo diferentes y parecidos. Cosa del todo impropia en un día como hoy, porque de poco vale luego salir diciendo que se trata de uno de los textos más rotundos y elaborados que se han publicado este felicísimo año de crisis y buena cocina Michelin, sino que además es improbable que alguien se entere de que ha sido editado.

Rechazada pues la pormenorización de la magnífica Zarabanda de Sánchez-ostiz, por comprometido, pensé en algo completamente diferente. Un texto seco y sentido de un escritor al que sigo como perro fiel –lo suyo sería escribir “sabueso”, que queda más fino– pero reconozco que lo mío por John Berger es una querencia casi animal. Ya sé que no está en las listas, pero como en los chistes malos, dado que las listas las hacen las tontas, hemos de admitir nuestra condición de sedentaria minoría, sin vergüenza de serlo. Autor de culto, se dice ahora, para designar el que no vende una escoba; pero será el que lean nuestros nietos, si es que sobreviven a la estupidez ambiental, que en esto no me queda más que ser optimista.

John Berger es como un referente –otra expresión aplastante, que intimida– del mundo anglosajón, e incluso fuera, y me parecía interesante, hasta hermoso, explicar cómo un hombre que había hecho libros como Puerca tierra o G. –sencillamente G.– construye una minúscula obra maestra de poquitas páginas, magníficamente editadas por Abada Editores. Pero no es fácil dedicarle un artículo a un texto cuyas primeras líneas son: “Debería comenzar por cómo lo quería, de qué manera, con qué tipo de incomprensión. Y cuánto”. Y por si fuera poco, titulado El toldo rojo de Bolonia. ¡Rojo y de Bolonia, con la que está cayendo! Se entendería como una provocación y una solapada insinuación.

Confieso que lo que más trabajo me costó evitar fue la historia de Lise Bonnafous. Habló de ella aquí Pi de Cabanyes. Lo tenía todo para dejar al lector sobrecogido y perplejo, y más porque es real. Estamos tan metidos en lo nuestro que se nos escapan las historias de ahí al lado, de Béziers, en la Francia vecina. El periodismo se muere cuando la gente deja de interesarse por lo que le ha ocurrido a la señora del barrio, que acaban de llevar en una ambulancia, y que a lo mejor ha dejado gatos, sobrinos, la tele encendida y el gas abierto. El autismo social no lee periódicos.

Una de esas historias que marcan. Además ocurrió apenas hace unas semanas, el 13 de octubre, cuando Lise Bonnafous, veterana profesora de matemáticas en el instituto Jean Moulin, de Béziers, decidió denunciar de la manera más drástica el acoso al que se veía sometida por el llamado nuevo mundo de la enseñanza, según el cual los alumnos pueden interrumpir tu clase cuando les pete, los padres te denuncian porque consideran que eres demasiado dura con sus retoños, y los compañeros y las instituciones consideran que te tomas las cosas demasiado en serio. Con el rigor que otorga la veteranía de no haber hecho otra cosa que estudiar para superar la pobreza y la ignorancia, y convertirse en profesora de chavales como había sido ella, descubrió que a sus 44 años no tenía otra posibilidad que la de inmolarse para demostrar que así no había futuro.

Me hubiera gustado contar su calvario, su pasado, su vida, su entrega, su soledad, porque es una historia hermosa dentro del espanto que imprime su final, pero lo dejé porque se hubiera podido interpretar como lo que es, una denuncia. Así que me decidí por no contar los detalles propios del caso, como se hacía antaño; el momento en el que, con todos los chavales en el patio, se echó el frasco de gasolina y se prendió fuego. Por la mañana había avisado a la dirección del centro que sólo daría la primera clase. Entiendan que es el tipo de historia que ayuda a la reflexión pero posiblemente se consideraría demasiado escorada electoralmente.

Al final hube de quedarme con la más singular de las historias, la que nunca hubiera imaginado que me diera para un artículo y mucho más. Me preguntaba en la pasada ocasión si la historia de Nanni Moretti y su Papa dimisionario era algo único. Amigos sabios y lectoras atentas me iluminaron. Y sucede que sí, que hubo uno muy comentado, allá por el siglo XIII, que renunció a los cuatro meses. Se llamaba Celestino V y fue un personaje tan apasionante que convierte lo de Moretti y su cardenal Melville en un juego de niños.

Pero comprenderán que una cosa es una jornada de reflexión y otra construir un relato truculento sobre aquella épocas que los historiadores de la Iglesia denominan “siglos tenebrosos”. El anacoreta Pietro de Morrone, que llegó a Papa gracias a una oportuna profecía y a la espada del rey de Nápoles, no dimitió, concepto moderno, inadecuado. Le forzó el cese quien sería su sucesor, Benedicto Galeani, que consiguió el papado en una sola sesión de cónclave. Un tipo singular el tal Galeani que se consagraría como Bonifacio VIII. Pero he de quedarme aquí, porque si sigo con esta historia me arriesgo a meterme en apreciaciones que afectan a las convicciones de partidos que hoy reposan, vísperas de la consulta. No obstante, puesto a reconocer precedentes menos historiados, hubo otro más obvio, pero bastante menos literaturizado. El papa Benedicto IX, en el siglo XI, cesó voluntariamente al vender el cargo a su padrino, el arcipreste Juan Graciano, que sería conocido luego como Gregorio VI.

Es lo que tiene ponerse a rebuscar; que creemos hacer erudición y acabamos metidos en un berenjenal poco oportuno en día tan señalado. En fin, el reconocimiento de un fracaso: no soy capaz de encontrar una historia bonita.

Por Gregorio Morán

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