Busco un hombre

La anécdota es conocida, aunque su interpretación sea compleja: el filósofo Diógenes vaga por el ágora de Atenas con una lámpara encendida en pleno día; a los transeúntes, preocupados, les explica que «busca un hombre». Al consultar, como cualquiera en estos tiempos, la actualidad política, me siento como Diógenes, pero yo busco un hombre (o una mujer) de Estado digno de ese nombre. Francamente, sin ser más exigente de lo necesario, no encuentro ninguno. En España, por cortesía, ni siquiera lo busco. ¡Pero qué decir de Gran Bretaña! Cuesta imaginar que este fue el país de Winston Churchill y de Margaret Thatcher. Si un Parlamento es hasta tal punto incapaz de tomar una decisión sobre si permanecer en Europa o salir de ella, será que está compuesto por enanos, con perdón de los enanos. Pero es obligado señalar que no se alza ni una sola voz que ponga el interés nacional por encima de su futuro electoral inmediato; ni una sola voz para decir la verdad, como hizo Churchill en 1940, y dejar que triunfe lo mejor de los británicos.

¿Y en Italia, Polonia, y Hungría? Los dirigentes políticos se nutren de la receta más antigua que existe en política: la xenofobia. ¿Y Francia? Un presidente elegido al azar, dos años después de su victoria, sigue buscando un programa; empiezo a dudar de que vaya a encontrarlo alguna vez. ¿Y Estados Unidos? Se permite el lujo de tener un presidente excéntrico que tuitea pero (¡afortunadamente!) no gobierna. ¿Y sus adversarios? Socialistas prehistóricos y jóvenes lobas incultas.

Lo dejo aquí para no pasar por un devoto melancólico de tiempos pasados. Por otra parte, la lección que me enseña este panorama de la mediocridad no es nostálgica. Se trata más bien de señalar que los criterios de selección política han cambiado: no son ni mejores ni peores que ayer, sino diferentes, porque nuestra época es diferente.

Churchill, De Gaulle y Franco fueron seleccionados por la guerra; fueron combatientes, y su ejercicio del poder político, una consecuencia de la guerra, forjados por conflictos que les superaban. Asimismo, los tres fundadores de la Unión Europea, Robert Schuman, Konrad Adenauer y Alcide de Gasperi, fueron hijos de la guerra, ferozmente decididos a pacificar el continente europeo. Sin embargo, no fue la guerra, sino la amenaza de hundimiento de su país, lo que fabricó a Margaret Thatcher.

Hoy quizá deberíamos darnos por satisfechos, ya que la política se ha convertido en un trabajo ordinario, que no exige especial formación ni experiencia; es más complicado llegar a ser ebanista o veterinario que ministro. Cuando analizamos la carrera de los políticos que están hoy en el poder en Occidente, vemos que casi todos han entrado en política a los veinte años, durante su época de estudiantes, si es que han cursado estudios. Trump es la excepción, aunque ser promotor inmobiliario en Nueva York es un trabajo muy político. Los actuales criterios de ascenso son conocidos: carisma y oportunismo.

El tiempo de las ideologías sólidas ha pasado (para bien y para mal), y ahora reina el de la selección por los medios de comunicación: todos nuestros «líderes» chapotean en un tibio baño catódico en el que se recomienda no pensar demasiado, sino lucir una gran sonrisa.

¿Es grave? ¿Es peor que en el pasado? Trump y Theresa May son mejores que Napoleón y Joseph Chamberlain, que firmó con Hitler los Acuerdos de Múnich. De modo que es preferible no mantener el culto a los Grandes Hombres; el término medio es mediocre, pero es también menos peligroso. Los griegos, que sabían más que nosotros sobre democracia, echaban a suertes la elección de sus representantes; el resultado no era peor que con nuestros debates televisivos.

¿Cómo llegar a una conclusión sobre la manera de elegir a un hombre de Estado? Sin responder a la pregunta, pues está mal formulada, lo importante en democracia no son los que la gestionan, sino las instituciones que la estructuran. Cuando estas son sólidas, cuando la ley reina sobre los hombres y no al contrario, la calidad de un líder no determina el futuro de la nación. La Constitución de Estados Unidos lo demuestra: Trump se agita, pero la sociedad norteamericana permanece estable. En Latinoamérica ocurre lo contrario: el drama de Venezuela es la ausencia de una constitución tanto como Maduro. Sustituir un caudillo de izquierdas por un caudillo de derechas, la práctica latinoamericana, no es garantía de libertad y prosperidad. Allí donde la Constitución es débil, como en Francia, el pueblo espera demasiado del jefe; este, necesariamente, decepciona y se producen manifestaciones callejeras. Allí donde la Constitución es reciente, como en el caso de España, es fundamental respetarla, de forma que se vuelva incorruptible.

Se atribuye al filósofo Chino Lao Tse el siguiente aforismo: «El buen príncipe es aquel cuyo nombre se ignora». Es casi un precepto liberal con veinticinco siglos de antelación.

Guy Sorman

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