Bush, cesarismo rampante

Por Norman Birnbaum, profesor emérito en la Facultad de Derecho de Georgetown. Autor, entre otros libros, de Después del progreso. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 01/10/06):

La guerra en Irak es el asunto más importante en las próximas elecciones al Congreso y el Senado de Estados Unidos, un asunto que va unido al debate sobre la competencia y la integridad del presidente George W. Bush. Es casi como si se presentara a la reelección, pese a que, en realidad, no dejará el cargo hasta el 20 de enero de 2009. El presidente ha hecho campaña, pero algunos republicanos se resisten a invitarle a sus Estados y aseguran (normalmente, de forma fraudulenta) que son independientes de la Casa Blanca. Los demócratas quieren convertir las elecciones en un plebiscito sobre el presidente; sobre todo, porque no tienen alternativas generales ni específicas que ofrecer. Bush ha contraatacado calificando a los demócratas de indecisos y débiles ante los enemigos de la nación y, por consiguiente, incapaces de gobernar.

El presidente, a pesar de que acusa de ignorantes y mentirosos a sus detractores, parece contenido y con aire de estadista en comparación con muchos republicanos que acusan a los demócratas de tener simpatías ocultas -y hasta manifiestas- hacia "el terrorismo". Los republicanos están intentando movilizar a las bases del presidente, los sectores más belicosos, ignorantes, provincianos y xenófobos del país.

En su conferencia de prensa del 14 de septiembre, Bush dio la impresión de que estaba viviendo grandes tensiones internas, tal vez por la contradicción entre sus pretensiones de superioridad moral y las preguntas críticas que, por una vez, le estaban haciendo. El comportamiento personal del presidente está indisolublemente unido a su trayectoria política. Su agresividad, que condensa y refleja la de muchos de sus conciudadanos, le otorga autenticidad y legitimidad a ojos de éstos. Existen muy pocas probabilidades de que escuche a los interlocutores -tanto estadounidenses como extranjeros- que le instan a cambiar de rumbo, como han aprendido el ex secretario de Estado, Powell, el senador McCain, y Blair. Los republicanos están más unidos que los demócratas, pero sería difícil que lo estuvieran menos. No obstante, su política cultural y su política económica van por distintos caminos. Los legisladores republicanos en el Congreso, el Senado y los Gobiernos de los Estados, los jueces que han colocado en los tribunales, se llaman a sí mismos el partido de la recristianización de EE UU. Los enormes agujeros en la pared que separa la Iglesia y el Estado son cada vez más grandes. Las prioridades de estos tradicionalistas católicos y protestantes son las restricciones al aborto, las limitaciones a la investigación científica, la enseñanza religiosa en las escuelas y la actitud represiva respecto a la sexualidad. Otros republicanos están mucho más interesados en la desregulación económica, la bajada de impuestos y la reducción del gasto oficial. Los tradicionalistas religiosos creen que la Casa Blanca y las mayorías republicanas en las cámaras carecen del suficiente celo moral.

El partido del libre mercado considera que el Gobierno gasta demasiado. Sus dos proyectos fundamentales exigen estrategias políticas muy diferentes. Los evangelistas quieren subvenciones del Gobierno y están dispuestos a llegar a compromisos con grupos que suelen votar demócrata (negros e hispanos, la clase obrera católica) y que son partidarios de la redistribución, con el fin de integrarlos en un bloque cristiano. Los defensores del mercado son responsables de una importante derrota política de los republicanos, el intento fracasado de privatizar sectores de la Seguridad Social, el sistema de seguro universal que constituye la piedra angular de lo que queda del Estado de bienestar en EE UU. Muchos votantes republicanos, sobre todo entre la gente de edad avanzada y los religiosos, están en contra de abandonar la Seguridad Social y se muestran escépticos sobre su modificación.

En esta situación, el énfasis de Bush en la "guerra contra el terror" no basta para disminuir las repercusiones de esos problemas. Los estadounidenses son conscientes del aumento de las desigualdades, el estancamiento o el declive del nivel de vida de las familias y la extensión de la corrupción en el Congreso y el Gobierno. La reacción tras el huracán Katrina causó malestar moral incluso entre la gente que no estaba directamente afectada. A todo ello hay que unir el conflicto republicano a propósito de la inmigración. El presidente, fiel a los intereses del capital organizado y deseoso de conservar los avances republicanos entre los hispanos, ha intentado buscar compromisos, en especial la lega-lización de millones de inmigrantes ilegales. La oleada de xenofobia reciente ha dividido por completo al Partido Republicano. Los que propugnan severas restricciones a la inmigración han explotado los temores generados por la "guerra contra el terror". Es muy posible que en 2008 aparezca una candidatura independiente xenófoba a la presidencia.

Por último, existe entre los republicanos un sector que se opone a la política exterior del presidente. Algunos senadores como John McCain y John Warner comparten con muchos demócratas la oposición a que el presidente usurpe el poder judicial (o, para ser más exactos, lo niegue) en relación con el enjuiciamiento y encarcelamiento de presuntos enemigos de la nación. Otros buscan, de modo discreto, una forma de salir de Irak, y manifiestan muchas dudas sobre los preparativos de Bush para atacar Irán. Veteranos personajes como Scowcroft (y, con una muestra poco convincente de deferencia hacia el presidente, Kissinger) han dicho que las ideas de Bush son peligrosamente simples y que su Gobierno dirige la política exterior y militar de forma incoherente y contraproducente. Muchos jefes militares y responsables de la CIA y el servicio exterior han hablado a través de colegas retirados para mostrarse de acuerdo. El senador Richard Lugar, que preside el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, tiende a pensar de esta forma, pero no quiere criticar al presidente. Hace unos meses le oí manifestar su admiración por uno de sus antecesores, el senador William Fulbright, que encabezó la oposición contra la guerra de Vietnam en oposición a un presidente (Lyndon Johnson) de su propio partido. Lugar añadió que él prefería no actuar así. No hacía falta que lo reconociera.

Algunos están deseando conocer el informe de un Grupo de Estudio sobre Irak, bipartidista, presidido por el ex secretario de Estado James Baker y el ex presidente del Comité de Relaciones Internacionales de la Cámara de Representantes Lee Hamilton, y formado por personas no precisamente conocidas por oponerse sistemáticamente al imperio americano. La proximidad de Baker a la familia Bush le convierte en candidato lógico para ser un sucesor del anciano estadista demócrata Clark Clifford, al que Johnson llamó in extremis para que sustituyera a MacNamara como secretario de Defensa e iniciara el fin de la guerra en Vietnam. No hay indicios de que Bush estuviera dispuesto a aceptar consejos de este tipo ni aunque lo propusiera el Grupo de Estudio. Esperará hasta mucho después de las elecciones de noviembre al Congreso para presentar su informe. Quizá algunas de nuestras élites opinan que la democracia es un estorbo.

Los demócratas están gravemente divididos por la guerra de Irak y todos los aspectos relacionados con la política exterior. Uno de los grandes motivos de división es que el lobby israelí controla con puño de hierro gran parte del partido. Hay demócratas que son más independientes (en el caucus negro y el caucus progresista), pero la estrategia del lobby israelí, tremendamente eficaz, ha consistido en ponerles a la defensiva calificando de "antisemitismo" cualquier crítica a Israel. Mientras no haya una rebelión en las propias filas de la comunidad judía -o una expresión pública de lo que muchos gentiles estadounidenses influyentes piensan en privado pero no quieren aún confesar-, la desproporcionada influencia del lobby israelí seguirá siendo la misma. El lobby se ha convertido en un pilar indispensable de la ideología imperial estadounidense.

El Partido Demócrata defiende el Estado de bienestar pero no tiene un proyecto económico claro para el futuro. El grupo que prepara la candidatura de la senadora Hillary Clinton para 2008 ha propuesto la elaboración de un Proyecto Hamilton, así llamado por el primer secretario del Tesoro, un nacionalista económico. El proyecto presupone un consenso político nacional para la colaboración entre el sector público y el privado, y eso es precisamente lo que no consiguió Bill Clinton. Las divisiones internas de los demócratas en comercio exterior e inmigración son considerables. Unidas a su preferencia por la noción increíblemente idealizada de un mundo multilateral en el que el liderazgo benévolo de Estados Unidos cuente con la aceptación de toda la comunidad mundial, a excepción de los patológicamente marginados, hace muy difícil que haya una oposición a Bush apoyada en la fuerza de los principios. Es poco probable que una mayoría demócrata en la Cámara se atreva a amenazar al presidente con reducir -ni mucho menos interrumpir- la financiación de la invasión de Irak. Bush, que es consciente de la importancia que tiene Irán para el lobby israelí, podría atacar dicho país y contaría con el apoyo de los demócratas.

Existen muestras de oposición, incluso de una alianza entre quienes critican al imperio (en las páginas de The Nation y The New York Review Of Books e, incluso, de vez en cuando, en Foreign Affairs) y nuestros gestores imperiales más racionales y reflexivos, muchos de ellos seriamente entregados a la idea de la nación como una verdadera república. La formación de grupos ad hoc de personajes imperiales que se oponen a Bush se está haciendo casi tan familiar y frecuente como los blogs contra la guerra. Sin embargo, piensen lo que piensen los miembros de las Fuerzas Armadas, la CIA o el Departamento de Estado, en general no están dispuestos a poner en peligro su carrera con una oposición categórica al presidente.

Se ha dicho que Bush está aislado de la realidad, pero esa forma de hablar oculta algo fundamental. El presidente se apoya en unas tradiciones estadounidenses tan arraigadas y extendidas como las que sirven de base a sus críticos. Está convencido, con razón, de que es el guardián de una gran línea de continuidad moral en la vida del país. Dado que, para él, la nación es una iglesia, sus críticos son cismáticos, por no decir herejes. Para este presidente, la política no consiste en negociar, sino en un compromiso absoluto.

Los europeos se equivocan al interpretar a Bush con arreglo a los criterios de la política democrática normal. No ha leído a Carl Schmitt, pero habla de un Estado de excepción permanente. Nuestras políticas democráticas no han sido suficientes para moderar el cesarismo rampante que él representa.