Cabalística luna de marfil

Hace cincuenta años que el hombre pisó la Luna. Pero lo más importante de aquel paseo lunar del astronauta Neil Armstrong fue la posibilidad de ver por primera vez desde la Luna el planeta Tierra en su conjunto, con sus océanos y sus cordilleras y ese color azul tan particular, y hasta con su Gran Muralla china (si es que es verdadero y no legendario el hecho de que la impresionante fortificación levantada por el primer emperador, Qin Shi Huang, a finales del siglo III antes de Cristo, sea la única obra humana susceptible de contemplarse desde nuestro satélite). Desde entonces, esa visión introduce en nuestro pensamiento una idea de unidad orgánica terrestre que deja en mal lugar las rencillas tribales que han caracterizado nuestra historia hasta el presente y que, como el Eterno Femenino al final del «Fausto» de Goethe, nos impulsa hacia arriba y hace que nos planteemos por primera vez que la biología y la geología de nuestra esfera están íntimamente hermanadas, dando paso a una ciencia nueva que tanto tiene que ver con el viejo mito de la fraternidad universal: la ecología.

Acabo de bucear con provecho en el insondable volumen que Jules Cashford (una mitóloga británica de sexo femenino a pesar de su nombre, que suena en nuestros pagos a varón, pensando en Jules Verne) ha dedicado a «La Luna, símbolo de transformación», monumental monografía traducida al castellano (de forma impecable, por cierto) por Francisco López Martín y publicada por Atalanta. Y en el curso de tan sabroso ejercicio de lectura me he topado con esa misma idea: la de que hay un antes y un después de aquella excursión inaugural por la superficie de Selene, la novia de Endimión. El contrato social del prefascista Rousseau ha ido cediendo protagonismo al contrato natural preconizado, entre otros, por el recientemente fallecido Michel Serres, uno de los más activos promotores de esa visión global y unificadora de nuestro planeta, propiciada por el alunizaje de Armstrong y compañía. Todo mitologema relacionado con la Luna está recogido en el libro de Cashford, que es un auténtico lujo de la erudición, de la sensibilidad y de la inteligencia.

Al margen de esta toma inicial de posición respecto a lo que supuso aquella gloriosa jornada de julio de 1969, escribir estas líneas sobre la Luna me ha removido por dentro hasta fijar mis recuerdos literarios más nítidos en relación con la señora de las mareas y de las menstruaciones, con la gran dama del tiempo (con minúscula) que mata y del Tiempo (con mayúscula) que resucita. Y me encontré con la memoria indeleble de cuatro versos de «La marquesa Rosalinda» (1912), la deliciosa farsa de mi adorado Valle-Inclán, que no puedo por menos de reproducir aquí, porque sirven de contrapeso a los optimismos ecologistas y a los contratos naturales. Dicen así: «Luna que de soñar dejas las huellas,/ cabalística Luna de marfil,/ tú escribes en lo azul moviendo estrellas:/ Nihil». Cuatro versos que son, a la vez, el blasón de nuestra insignificancia y la formulación en palabras de esa divisa, que va rimada para la ocasión y adornada con los atributos del misterio. «Cabalística» es sin duda un epíteto pintiparado para la Luna marfileña. Y ello desde que Selene apareció por primera vez ante los ojos asombrados del primer homínido, facilitándole la tarea de inventarse la religión, prefigurada en ese ciclo lunar del nacimiento, crecimiento, muerte y resurrección que aparece escrito en el cielo.

Yo mismo imaginé también, acaso en la estela del Nihil valleinclaniano, un poema apocalíptico titulado «Última Luna», que vio la luz en mi libro «Sin miedo ni esperanza» (2002). En él hablaba del futuro, tan lejano como inevitable, en el que la Tierra desaparezca del mapa y los hombres pasen a ser un mínimo y desagradable recuerdo en la memoria del universo, ese tablero en el que Dios no para de jugar a los dados. En fin, que estaba metafísico y aburrido cuando escribí aquel espeluznante poema que ahora evoco no sin cierto rubor intelectual.

Pero, dejando aparte el considerable número de Lunas que pueblan la obra lírica de Federico García Lorca, ese poeta portentoso que asume con genial indiferencia todo el programa simbólico de nuestro planetoide favorito, quisiera terminar con Shakespeare, que siempre es un buen comodín para iniciar o concluir cualquier cosa. Se trata de aquel diálogo inolvidable que tiene lugar en el balcón de Julieta Capuleto. Recuerden lo que dice Romeo Montesco: «Señora, juro por esa Luna bendita que corona de plata las copas de estos árboles frutales…». Y escuchen la respuesta de su amada: «No, no jures por la Luna, por la inconstante Luna que cada mes cambia al girar en su órbita, no sea que tu amor resulte tan variable». Cito por la traducción de don Luis Astrana, que es la que devoré de adolescente.

Luis Alberto de Cuenca, poeta.

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