A principios de los años cincuenta, todavía adolescente, en mis estancias veraniegas en Inglaterra y Francia —mi padre hizo grandes sacrificios para financiarlas, convencido de que lo más importante para la educación de sus dos hijos era el conocimiento de lenguas y sobre todo la experiencia directa de otras culturas, cuyas diferencias entonces eran mucho más llamativas— nada me sacaba tanto de mis casillas como que a la conmiseración por la situación política y social de mi país se añadiera el comentario de que cada pueblo tiene el gobierno que se merece. ¡Se nos echaba en cara que soportásemos pacientes la dictadura, cuando había surgido con la ayuda directa de Hitler y Mussolini y sobrevivía gracias al apoyo directo de las democracias occidentales!
El 80 % de los españoles, entre ellos el 60 % de los votantes del PP, no se creen los desmentidos del Gobierno, cada vez más irritados ante la táctica de no aclarar nada, esperando a que escampe, que el tiempo todo lo cura. Asistimos al trágicómico espectáculo de un Gobierno que se protege con un muro, como el que impide el paso a la inmigración no deseada, pero esta vez frente a los mismos que dice representar. Si el pueblo soberano vuelve la espalda al Gobierno, solo queda desprenderse de él y elegir otro. La ironía de Brecht se hace realidad palpable en un momento de gravísima crisis social que amenaza incluso con el derrumbe de la democracia. Agazapado en su mayoría absoluta, Rajoy pretende ir tirando los años que quedan de legislatura, simplemente desconectando de un pueblo que hace preguntas insidiosas que no pueden, ni deben contestarse.
A algunos llamará la atención que en las filas del PP, donde ya cunde el estupor y el desaliento, no se alce una sola voz crítica. La cúspide del partido no se atreve a apostar antes de tiempo por una sustitución del Presidente, aunque parezca inevitable, ante el temor de perder la oportunidad de pertenecer al grupo de los herederos. Los simples afiliados, tradicionalmente sometidos y sin órganos de expresión propios, tienen a su alcance solo el comentario sotto voce. Pero a los unos y a los otros une el convencimiento de que la situación extrema que vive España justifica de sobra tanta pasividad.
Con los riesgos enormes que quedan todavía por sortear, nada sería tan imprudente como renunciar al mayor factor positivo que nos diferencia de Italia, contar con un Gobierno sólido para los próximos años, algo que no podemos poner en cuestión con deliberaciones fútiles sobre el carácter de nuestra democracia, o el monto alcanzado por la corrupción. El pueblo votó hace poco más de un año y volverá a hacerlo cuando corresponda, y basta con eso. En una situación económica tan delicada no se puede estar al albur de una opinión cambiante, espoleada por el afán de los medios por sobrevivir, denunciando irregularidades que son peccata minuta en relación con los gravísimos problemas que tenemos que solventar, si queremos impedir que, con el Estado se disuelva la nación. Para seguir haciendo lo que hay que hacer, solo queda construir una muralla que proteja al Gobierno de los revuelos políticos y sociales. Excesos democráticos podrían traer el fin, no solo de la democracia, sino de España como nación.
Con una tan larga solera este tipo de argumentación es fácilmente reconocible. La democracia es el menos malo de los Gobiernos, siempre y cuando los intereses de los de arriba cuenten con un apoyo social mayoritario, pero, como bien ha dicho un general en la reserva, por encima de la democracia está la patria, y la patria como ha quedado de manifiesto en las operaciones para “salvarla” que hemos vivido a lo largo de nuestra historia contemporánea, se identifica siempre con los intereses de los de arriba.
En tan triste coyuntura me viene a las mientes lo de cada pueblo tiene el gobierno que se merece. Cuando muchos siguen echando la culpa de lo que nos ocurre a Bruselas o Berlín, conviene echar una mirada crítica a la sociedad española, los valores que encarna, las tradiciones que la marcan, en fin, cómo su peculiar cultura se refleja en la política.
Si retrocedemos algunos siglos nos topamos con el pícaro, una creación exclusiva de nuestra literatura que refleja una moral y un comportamiento que duran hasta nuestros días. Surge del hambre, aliada con el miedo a la Inquisición. El concepto que define al pícaro es el de “industria”, entendida como el arte de sobrevivir de los que “pasan las más veces con los estómagos vacíos, que es gran trabajo traer la comida en manos ajenas”, pero para defenderse saben manejar la lisonja, “llave maestra que abre todas las voluntades”. En suma, “industria” se revela “la piedra filosofal que vuelve en oro cuanto toca”. “Con una mano puesta en la espada y la otra en el rosario”, habrá que agradecer a Dios que a los que no dió riqueza, al menos les diese “industria”.
La España de la picaresca desprecia al que no sabe apañar alguna “industria” para sobrevivir en un mundo que marca una distancia abismal entre los que tienen y los que nada tienen, entre los que heredan y los que tienen que ingeniarse para acumular riqueza por los caminos que se ofrezcan. Por los trillados, ya se sabe que no cabe una “acumulación primitiva”, pero, una vez consolidada una fortuna, nadie pregunta por su origen. Recuerdo a un sociólogo boliviano que hace ya dos decenios defendía la corrupción en su país, como la mejor forma, si no la única, de “acumulación primitiva”, para llegar así a disponer un día de una clase empresarial que pueda y sepa invertir.
Junto a la picaresca, como forma de sobrevivencia que recorre toda la escala social, desde las capas más bajas a las más altas, hay que mencionar el egoísmo familiar, como el segundo rasgo típico de nuestra cultura política mediterránea. El concepto de cultura política es un aporte de dos politólogos americanos (Almond y Verba, 1963) para dar cuenta del comportamiento político de un pueblo. Junto a una descripción cabal del funcionamiento de las instituciones, se incluye un estudio pormenorizado de los valores, motivaciones y actitudes de los individuos. Si se quiere se compagina una visión macro con otra micro de la política.
Para entender dentro de la cultura política del Mediterráneo la peculiar de los españoles, se han señalado algunos carácteres imprescindibles, pero como primero y principal destaca la total desconfianza ante el Estado y sus instituciones. Todo lo público y universal queda fuera del ámbito propio del interés de la gente, que lo reduce a la familia, y todo lo más se extiende al círculo más cercano de amigos y vecinos.
El llamado “egoísmo familiar” constituye el distintivo definitorio de nuestra cultura política. Abarca una amplia gama de manifestaciones: defraudar a hacienda por la vía que se pueda se considera un acto de lealtad al meollo familiar, asi como resulta imperdonable que el que haya llegado a una posición que le permita hacer favores, no beneficie a parientes y amigos. En la cultura política del norte de Europa estos rasgos son expresión de corrupción manifiesta; en la nuestra, de un comportamiento adecuado a los valores dominantes.
Cuando la situación económica hace a los de abajo cada vez más difíciles los apaños de sobrevivencia, cunde la indignación ante los que se permiten los de arriba, pero en el fondo pensamos que tontos no son los corruptos, sino los que se dejan pillar. Quizás los pueblos tengan los gobiernos que se merezcan.
Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.